Hágame la pelota, por favor
La buena educación ·
JOSÉ MANUEL VILABELLA
Viernes, 3 de mayo 2019, 23:25
Al restaurante no solo se va a comer. En ocasiones, eso es secundario. Se va a ver y a ser visto y, sobre todo, si uno es adinerado y solitario, a que le hagan la pelota. Cuanto más caro es el restaurante, más fina y sutil tiene que ser la pelotilla, individualizada, como es natural, que tienen que elaborar el maître, el sumiller y el camarero.
Los modos tienen que ser finísimos y el trato exquisito. «Cómo está vuecencia de salud; le veo muy bien. Permítame la indiscreción pero no pasan los años por usted, mi general. ¡Cuánto le debe España a su excelencia!» Al carcamal que fue ministro con Franco y que da pena verlo esta inyección intravenosa le aumenta el apetito y le revolucionan -con perdón- las endorfinas. Franco le echó por fascista, con eso queda todo dicho. Es importante recordar el nombre del comensal y dirigirse a él por el nombre de pila. Un «¿cómo está usted, señor Pérez?» no se puede comparar con «¡qué alegría verlo por aquí, querido don Claudio!».
El apellido aleja y el nombre de pila, siempre con el 'don' por delante, es más afectuoso y cercano. El camarero cuidará las formas y no es conveniente derramarle la sopa en el pantalón.
A medida que la categoría del restaurante desciende, los modos se transforman. La cocina tradicional, donde se elabora el dichoso guiso de la abuelita, permite elevar el tono y los aspavientos. Una señora gorda recibe a la comensalía de forma sonriente, pero cuando la clientela es conocida y, sobre todo numerosa, la gorda se desparrama, se pone roja de satisfacción e incluso llora. Un triple «¡qué alegría, qué alegría, qué alegría!» es el prólogo; después vienen los besos y las preguntas: «¿Y la señorita Isabel?» «¡Es una santiña de Dios!». La señorita Isabel es un cayo malayo, antipática y amargada porque no acaba de ganar las oposiciones al Catastro y se va a quedar para vestir santos.
En la cocina popular el trato es más llano. Un «siéntese en la mesa del fondo y ahora mismo les atiendo», acompañado de una sonrisa y una palmadita en la espalda pueden ser suficientes. En la cocina popular, el cliente habitual tiende a hacerse invisible, es como un mueble más del establecimiento, se confunde con el papel pintado.
Un consejo: no conviene preguntar jamás a los caballeros cómo van de la próstata. Esas indiscreciones, a cierta edad, suelen cabrear incluso a los santos varones del Opus y, mucho más, a los ácratas como el firmante.
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