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El pasado lunes escribía una columna en IDEAL titulada 'Volver a donde fuiste feliz' directamente inspirada en mi visita al Restaurante Arriaga, al que hacía ... mucho, demasiado tiempo que no iba. Cada vez que se abren las puertas del ascensor en la quinta planta del Edificio Pantalla del Centro Cultural CajaGranada y asomo a ese espacio mítico, me siento flotar. Es una sensación indescriptible, mágica y maravillosa. Porque sabes que van a pasar cosas interesantes, buenas y excitantes desde el mismo momento en que te sientas a la mesa.
En Granada no hay restaurante más icónico que el de Álvaro Arriaga, donde continente y contenido van de la mano. A un lado, el Cubo, ese edificio emblema de la arquitectura de vanguardia de la Granada del siglo XXI, con las altas y blancas cumbres de Sierra Nevada como telón de fondo. Al otro, la feraz tierra de nuestra Vega, parda y oscura. Esa que nos sigue proveyendo de los alimentos más exquisitos. En mitad, otro blanco nuclear: el de unos manteles sin atisbo de arruga y esos preciosos bonsáis que son marca de la casa.
Ustedes lo saben: lo mío con Álvaro Arriaga es amor. Amor platónico. Creo que he probado una gran mayoría de sus platos a lo largo de los años. Auténticos platazos, siempre memorables. Aunque, confieso con arrepentimiento, haya dejado pasar demasiado tiempo desde mi última visita. Más sentimiento de culpa: mancillar esos níveos manteles con las migas de un pan crujiente o, peor aún, que caiga una sola gota del soberbio aceite de oliva Omed de Ácula con que comienza el festín. Culpabilidad glotona.
A partir de ahí, todo bien, claro, empezando por dos aperitivos que son sendas reivindicaciones de las tapas clásicas de Granada… pero de otra manera. El primero es un bocado de morcilla de Güéjar Sierra y manzana asada. ¡Morcilla! Me acuerdo como si fuera ayer de cuando era uno de mis bocados de cabecera en cualquier barra que se preciara. Sobre todo, en La Maestranza. Qué gusto reencontrarme con la morcilla de ese gran pueblo serrano, bien 'acompasada' por la frescura y la textura de la manzana asada. Y la roca de mejillón tigre con una leve tempura y alioli de chipotle que reinterpreta a otro clásico del tapeo 'viejuno' de la Granada eterna.
Si a usted le gustan los sabores ácidos que llenan la boca de sabor y excitan las papilas gustativas hasta el punto de arrancarle las lágrimas, no se pueden perder este bocado: cogollo de lechuga cocinado en agua de encurtidos, tendones de ternera, holandesa de café y lámina de champiñón. Es uno de esos bocados que justifica, por sí solo, la visita a Arriaga. Al final de la comida, hablando con Álvaro, salió a colación, y no por casualidad, el 'Marisco de pobres y gazpacho de ricos' de Juan Aceituno, el estrellado chef de Dama Juana, un plato que se habla de tú a tú con el cogollo de Arriaga.
Siguió una alcachofa confitada, papada ibérica y cremoso de ostras frescas en el que la grasa de la carne impregna la verdura. Y esa crema… ¡para mojar pan! En el sentido literal del término. En este punto hay que destacar el esmerado trabajo en sala de un equipo joven, pero sobradamente preparado, con Trinidad Montiel al mando de operaciones y a cargo del maridaje, en el que los vinos andaluces brillan con luz propia. Por ejemplo el Chalaúra, un Chardonnay de Montilla que, efectivamente, es toda una locura. Después, con la carne, llegaría el Paraje de Mencal de Bodegas Vilaplana, una de las grandes estrellas de la viticultura granadina.
Para describir como me gustaría todos los platos del soberbio menú de Álvaro, que está en estado de gracia, necesitaría tres páginas. Déjenme, pues, que destaque su calamar de costa 'CRU' empapado en rancio de grasa de jamón ibérico, velo de panceta ibérica embuchada y miga de pan de su propia tinta. Si usted quiere conocer la cocina del mejor Arriaga, el Arriaga más libre y desencadenado, no puede perderse este bocado. ¡De antología!
Uno de sus clásicos de toda la vida, presentado de otra manera, es la gamba roja, tocino ibérico, reducción de sus cabezas y salicornia. Ahí, mi memoria gustativa me dio un coscorrón: «¿por qué, desagradecido, hemos tardado en volver?». Ahora debería explayarme con las colmenillas rellenas de liebre y cremoso de foie y su sabor a bosque y naturaleza; con el mero o la costilla de vaca. Pero me voy directamente al postre. A las fresas asadas con merengue y jugo de fresa. ¡Qué postre! ¡Qué colofón a una comida memorable que me reconcilia, una vez más, con ese amor platónico que es mi querido Álvaro Arriaga!
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