Pota de caracoles en salsa, listos para degustar.
Gastrobitácora

Los caracoles de aquí y allí

Un paseo literario, memorioso y emocional por la Barcelona histórica y gastronómica con el escritor Carlos Bassas del Rey me hizo evocar platos y lugares icónicos de la Granada culinaria

Viernes, 11 de febrero 2022, 00:23

Ahora tengo que subir al Albaycín, por unos caracoles en el Bar Aliatar. Y darme un salto al Gran Café Bib-Rambla a tomar un ... chocolate con churros. Soy un hombre en una misión gastronómica desde que el pasado sábado, durante mi estancia en BCNegra, tuviera el privilegio de disfrutar de una exclusiva visita guiada por Barcelona con el guionista y novelista Carlos Bassas del Rey, ganador del Premio Hammett gracias a 'Justo', novela publicada por la editorial Alrevés.

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Habíamos quedado temprano para pasear sin prisas por la Barcelona que Carlos ha contado en sus novelas más recientes, como 'Los cielos de plomo', una narración histórica trufada de noir que transcurre en el siglo XIX. No les hablo de las calles recónditas, los palacios secretos y claustros góticos escondidos que Carlos me mostró en nuestro paseo. Me centro en una parada alucinante. Fue en el restaurante Los Caracoles en el corazón del Barrio Gótico.

Al principio, desde fuera, me pareció un sitio más. Curioso y ya. Con la cantidad de maravillas que habíamos visto… «Abrió en 1835 y hasta ahora», me dijo Carlos. ¡Ojocuidao ahí! Que son cerca de 200 años. «Y no es solo la planta baja. Si te fijas, el restaurante ocupa varias alturas del edificio, que originalmente se llamó Can Bofarull».

Efectivamente, aquello cobraba otra dimensión. Un restaurante histórico en el corazón de un barrio más histórico aún. Empecé a fijarme en todos sus detalles exteriores. «Lo curioso es que, para pasar al comedor, hay que cruzar por la cocina, abierta», me explicó Carlos mientras nos asomábamos a la puerta, que apenas eran las doce del mediodía y aún estaba cerrado.

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Curioso como soy, empecé a bichear a través del cristal. La barra, con solera, y la cocina, clásica hasta extremos insospechados, con sus grandes potas al fuego, humeando. Entonces vimos cómo se acercaba el encargado, posiblemente harto de aquellos dos moscones. «Solo estábamos mirando», me excusé; como si fuera un turista despistado en la planta de Moda Joven de El Corte Inglés. «Pasad, pasad, y echáis un vistazo tranquilos», nos dijo el hombre con amabilidad. Y nos dejó a nuestro aire.

Encontrar en las paredes una foto de Edward G. Robinson en un gozoso blanco y negro, fue un flash. A partir de ahí, la nómina de luminarias de la cultura, el deporte y la sociedad que han pasado por Los Caracoles es interminable. Como en nuestro amado Chikito, pero en clave (casi) bicentenaria.

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En la cocina, la pota con los caracoles era una gozada. ¡Qué aroma! En otra, igualmente grande, empezaban a hervir las sepias. Y aún había dos o tres más al fuego, tapadas. En la barra, un grifo con elegante forma de caracol saludaba a los clientes. Y en el gran cesto del pan también había piezas con forma de espiral.

Salones, reservados, grandes toneles, jamones colgados, escaleras, pasillos, barandillas, madera… ¿se acuerdan de la gran biblioteca de 'El nombre de la rosa'? Pues algo así, aunque a menor escala, es el interior de Los Caracoles, un templo de la gastronomía cuya propuesta culinaria me quedé con todas las ganas de probar, que no habíamos reservado y un sábado a mediodía, encontrar mesa era misión imposible.

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Carlos me contaba que, de niño, su padre le llevaba de vez en cuando al restaurante. Y lo recuerda como si fuera ayer, que los ojos le hacían chiribitas. Igual que disfrutaban juntos de unas golosas meriendas llamadas Suizos, que se tomaban en un local famoso de la no menos famosa calle Petritxol, y que se hacen con chocolate caliente cubierto por nata montada a mano. «Después he traído a mi editora de Harper Collins, por ejemplo, y alucinó», recordaba Carlos.

Sabores atávicos que contribuyen a forjar una relación familiar hecha de momentos compartidos en torno a un plato, un vaso o una taza; más o menos rutinarios, más o menos singulares. Subir al Aliatar a comer caracoles forma parte de la idiosincrasia granadina. Como desayunar o merendar un chocolate con churros en uno de los cafés centenarios de Granada. Me acordaba de esos dos establecimientos icónicos de nuestra ciudad mientras paseaba por Carlos Bassas por una Barcelona en la que hace años que no vive, desde que se mudó a Pamplona, pero que le acompaña por siempre jamás y de la que es un inmejorable prescriptor, literario y personal.

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