Sus primeros recuerdos relacionados con la gastronomía tienen que ver con su familia, que siempre ha estado muy unida a la cocina. «Yo me considero la peor cocinera de mi familia», asegura entre risas Lola, que reconoce que la afición a los fogones le viene de su niñez, cuando se juntaba con su madre y sus tías a hacer roscos y pestiños o cuando se iban al cortijo y hacían choto. Sin embargo, pese a que siempre le había llamado la atención la cocina, decidió ir por otro camino. «Ahora está muy bien visto ser jefa de cocina pero antes parecía que solo trabajaban en ella los que no valían para otra cosa. Eran otros tiempos». Unos en los que, al ser buena estudiante, le empujaron a elegir una carrera técnica como Aparejadores. «Tenía que haber estudiado otra cosa, me equivoqué, pero es que por aquel entonces no sabía ni lo que quería hacer», aunque lo que sí tenía claro era que su gusto por cocinar seguía ahí, inquebrantable. Estaba realizando el proyecto final de la carrera y le comentaron, casi en broma, que por qué no montaba su propio restaurante, lo que hizo despertar algo en su interior: «no quería quedarme con esa espina clavada y decidí comenzar a formarme para ser cocinera». Empezó en el Hurtado de Mendoza y realizó sus primeras prácticas en el Carmen de San Miguel, pero lo cierto es que la formación que recibía estaba demasiado centrada en la gestión y ella lo que quería era más cocina. Así que decidió hacer la maleta e irse al norte para seguir aprendiendo.
Aprender de los mejores
Primero en El Ermitaño, en Zamora, un restaurante con estrella Michelin. Y más tarde en San Sebastián, donde continuaría con su formación en la escuela de Luis Irizar. «Fue un tiempo difícil, lejos de casa y una experiencia muy dura pero también gratificante». Turnos interminables y jornadas de trabajo cargadas de estrés, una receta difícil de digerir pero que era el único camino para conseguir ser una gran cocinera. «Es la forma de entrar en otra liga y de invertir en tu futuro aunque es verdad que fueron meses muy duros cargados de clases, prácticas y trabajo». Un periodo de tiempo en el que pudo trabajar junto a auténticos maestros como Martín Berasategui, Pedro Subijana, Arzark y Toñi Vicente, entre otros.
Tras varios años en el norte de España y lejos de Granada, unos problemas familiares le hicieron volver a la ciudad de la Alhambra. Un regreso que le haría trabajar en diferentes lugares hasta que, por fin, pudo hacer realidad su sueño: montar su propio restaurante. «Fue una locura, la verdad. Mi tío Antonio me dijo que existía la oportunidad y prácticamente sin pensarlo montamos Damasqueros. Sin él no creo que hubiera podido montar todo esto». Un sueño que se hacía realidad pero que tuvo unos inicios difíciles hasta convertirse en una referencia gastronómica en la capital granadina. «Hasta que no pasaron dos o tres años el trabajo no empezó a dar sus frutos. Ahí fue cuando comenzamos a funcionar de verdad con cada vez más recomendaciones y apareciendo en las guías».
Tras 12 años al frente de Damasqueros, Lola nunca ha parado de aprender y de evolucionar como cocinera. De hecho, su mirada al futuro pasa actualmente por hacer un reinicio, volver a comenzar para salir de su zona de confort. «A veces los cocineros nos quedamos en lo que sabemos que funciona y yo quiero salir de ahí, coger un folio en blanco y empezar a escribir otra vez. Pienso que es lo que necesito tras 12 años desde los inicios de Damasqueros».
Más de una década poniendo en valor la cocina granadina
Aunque muchos consideran a su restaurante como uno de los que podría recibir una estrella Michelin en Granada, lo cierto es que la ciudad continúa sin tener una a día de hoy. Algo que no preocupa demasiado a Lola: «no creo que se trate de tener una estrella o no tenerla, es algo que no va a repercutir en la cultura y tradición gastronómica de Granada. Lo que tenemos que hacer es apostar por los buenos cocineros y entonces todo estará rico, desde los menús degustación hasta cualquier tapas o los menús del día».