ana vega pérez de arlucea
Viernes, 26 de agosto 2022, 00:42
José Martínez Ruiz tenía un nombre vulgar, anodino, de esos que se repiten en las listas y comparten miles de españoles. Quizás por esa razón –y porque a él la personalidad le rebosaba– utilizó múltiples alias a lo largo de su vida, desde el familiar ... Pepe con el que creció hasta seudónimos artísticos como Cándido, Charivari, Este, Fray José, Ahrimán o Azorín, sobrenombre con el que comenzó a firmar sus obras en 1904 y con el que pasó finalmente a la historia de la literatura.
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Los libros de texto hablan mucho del novelista Azorín y poco de José Augusto Trinidad Martínez Ruiz (1873-1967), el hombre real que nació en Monóvar (Alicante) en el seno de una familia acomodada y cuyo carácter, educación y destino estuvieron profundamente unidos a los de su madre.
Lo dice hasta la Real Academia de la Historia en su biografía: «el orden, la pulcritud, la meticulosidad, la capacidad de observación de su madre y el detallismo en los menesteres domésticos cotidianos incidieron decisivamente en Azorín y todas esas cualidades maternas quedaron reflejadas en el hijo». Doña María Luisa Ruiz Maestre (1845-1916) ejerció un papel determinante en la vida de su primogénito y en la de sus otros siete vástagos, pero lo hizo siempre desde la silenciosa esfera doméstica.
A pesar de ser la única heredera de una rica saga de terratenientes de Petrer, María Luisa hizo lo que se esperaba de una mujer de su clase. Casarse, tener hijos, ejercer de «ángel del hogar». Toda su vida transcurrió entre esos estrictos límites, pero las conveniencias sociales no evitaron que se convirtiera en el eje vertebrador de su familia ni que ejerciera una gran influencia en la formación y personalidad de sus hijos.
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Fue ella quien sufragó la edición del primer libro de Azorín, por ejemplo, y también la protagonista de un capítulo de 'Alma española' (1904) en el que el escritor alicantino nos desvela que su progenitora «llevaba en varios cuadernitos la apuntación de todo lo notable que pasaba en la familia. Alegrías, tristezas, viajes, compras, comidas extraordinarias... todo lo iba escribiendo con su letra grande y fina».
Parte de esos cuadernos fueron descubiertos en el hogar de los Martínez Ruiz –ahora Casa Museo Azorín– en 1996 por Rafael Poveda Bernabé, enólogo de profesión y azorinista por devoción. Tres años después y con transcripción y notas del mismo Poveda, se publicó el 'Recetario de la madre de Azorín 1898' (Ayuntamiento de Petrer y Caja de Ahorros del Mediterráneo, 1999) compuesto por 133 recetas de cocina, un consejo para lavar blondas y una interesantísima introducción a través de la cual podemos conocer a su discreta y a la vez extraordinaria autora.
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Los cuadernos de María Luisa son, como tantos otros recetarios domésticos, el único vestigio escrito de su creadora. Un documento personal concebido para ser usado dentro de los confines del hogar y que, sin embargo, los trasciende para hablarnos de cómo era la vida de una familia burguesa de provincias a finales del siglo XIX, del lenguaje que se empleaba, de los gustos o las modas entonces imperantes en la gastronomía, e incluso de esa personalidad detallista que Azorín heredó de su madre.
Amancio, hermano menor del novelista, percibió aquellos rasgos en el recetario materno y así los recogió en sus memorias, muy apropiadamente tituladas 'Una menestra': «El cuaderno de recetas de repostería de mi madre, doña María Luisa Ruiz Maestre (Petrer 1845- Monóvar 1916) es un cuaderno de hojas rayadas, encuadernado, de las cuales hay manuscritas de su puño y letra unas trescientas páginas con su letra ancha, espaciada y clara. Por esta grafología se infiere la claridad de su carácter [...] Anotaba mi madre las recetas a medida que las iba comprobando, hechas por sus propias manos las que merecían su 'exequatur'».
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Dulces
Amancio Martínez Ruiz realizó supuestamente una transcripción, ahora perdida, de todas las recetas de María Luisa. De las 300 páginas que él mencionó sólo se han encontrado 140 en las que predominan los dulces, una hegemonía repostera achacable a dos razones. La primera, que, como todos ustedes sabrán, las recetas golosas son las más sensibles a los errores, y por eso es preferible fiarlas al papel antes que a la memoria. La segunda, que una dama como la que hoy nos interesa no guisaba diariamente sino que se dedicaba a dirigir el trabajo de la cocinera, a atender que la despensa estuviera bien aprovisionada y a supervisar compras y menús. Estaba pendiente de la cocina pero no ejercía personalmente el trabajo más que en ocasiones especiales o para elaborar platos delicados como eran los de repostería.
Tanto José como su hermano Amancio recordaron años después el amor con el que su madre preparaba pastas, rosquillas y mantecadas «de un sabor denso, honrado, amasadas a conciencia con cariño maternal». Su cocina, de inequívoco gusto levantino, hizo que Azorín proclamara en 1929 desde ABC la supremacía de las gastronomías valenciana y andaluza por encima de cualquier otra de España, mientras que la afición de doña María Luisa por los fogones llevó en 1962 a su hijo a dejar en el libro de firmas del segoviano Mesón de Cándido una de las mejores y más sucintas sentencias sobre el arte culinario: «Comer no es ingerir». Es mucho más.
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