
La cocina cordobesa de Juan Valera
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El autor egabrense fue un verdadero amante de la gastronomía de su tierra y estuvo tentado en un par de ocasiones de escribir sobre el arte culinarioAna Vega Pérez de Arlucea
Sábado, 2 de noviembre 2019, 00:59
Me temo que Juan Valera y su obra ya no se estudian en bachillerato. Yo sí lo hice, pero admito que en aquellos tiempos poco ... se me quedó en la sesera aparte de que era cordobés (de Cabra, concretamente), escritor realista y, en plan mnemotécnico, que sus dos obras más conocidas llevan nombres de mujer en diminutivo: Pepita y Juanita. Supongo que ni el libro de texto ni la profesora aportaron detalles mucho más interesantes que sí he conocido después y que iluminan vívidamente a la persona detrás de aquellas Pepita Jiménez y Juanita la Larga.
Por ejemplo, que Juan Valera y Alcalá-Galiano (1824-1905) fue diplomático de carrera en Nápoles, Río de Janeiro, Dresde o San Petersburgo y embajador de España en Portugal, Estados Unidos, Bélgica y Austria, jubilándose con 71 años. Que dominaba cuatro idiomas modernos además de latín y griego, que fue un dandy intelectual con innumerables amores tanto platónicos como físicos y también diputado en el Congreso, crítico literario y articulista y editor de prensa. Que a pesar de haber recorrido el ancho mundo ubicó la trama de casi todas sus novelas en su Andalucía natal, o que aunque centró gran parte de su obra en protagonistas femeninas, fue un cerril antifeminista, razón por la que tuvo una contradictoria relación con nuestra musa Emilia Pardo Bazán. Valera se negó en repetidas ocasiones a que la gallega entrara en la Real Academia Española, pero a la vez le dispensó una genuina y atípica amistad. No le gustaban ni las señoras liberadas ni las croquetas de jamón, símbolo según él de la victoria del paladar afrancesado sobre la gastronomía castiza.
Cierto es que a mediados del siglo XIX, cuando el señor Valera era todavía un jovenzuelo, las 'croquettes' constituían una refinadísima novedad de origen franchute y que él siempre se distinguió por defender apasionadamente los sabores clásicos nacionales, tan denostados por entonces por la gente elegante. Si recorren ustedes las páginas de sus libros encontrarán miles de referencias a platos típicos y usos culinarios tradicionales: desde la buena mano de Juanita para matar los cerdos, salar los jamones o hacer empanadas de boquerones y bizcochos de yema hasta los cocidos con morcilla o los salmorejos que preparaba Petra, el ama de llaves de 'Doña Luz'.
El escritor egabrense hubiera deseado dedicarle más y más serio espacio en su obra al condumio. Un mes antes de morir, ya muy enfermo y ciego pero aún con ganas de nuevos proyectos, Juan Valera dictó una carta para su amigo el gastrónomo gaditano Mariano Pardo de Figueroa (alias Dr. Thebussem) en la que le proponía crear al alimón un libro que se hubiera titulado 'Regeneración nacional por virtud de la gastronomía y de otras artes castizas de bienestar y lícito deleite'. No le dio tiempo. Valera falleció el 18 de abril de 1905 sin haber publicado ni éste ni ningún otro ensayo culinario, pese a haber tenido la intención de hacerlo unas cuantas veces a lo largo de su vida. Por ejemplo, en 1888, cuando felicitó al mismo Thebussem por la publicación de 'La mesa moderna' –cumbre de la literatura gastronómica nacional de la cual hablaremos aquí en breve– agregando que «sería menester que yo escribiese también un libro sobre asunto tan suculento y sabroso».
A su particular manera lo había hecho ya, puesto que la cocina y sus placeres ocupan gran parte de la extensión de 'La cordobesa', un texto que escribió para la antología 'Las mujeres españolas, portuguesas y americanas' (1872). En él reflejó su visión sobre el carácter y costumbres de las féminas de Córdoba, ésas que más tarde acabarían siendo las heroínas de sus mejores novelas y en cuyas manos recaía la misión de alimentar a los demás. Valera describe los fogones y las despensas típicas de su provincia llenas de frutos secos, pimientos, ajos, embutidos y «orzas vidriadas donde conserva la señora lomo de cerdo en adobo cubierto de manteca; pajarillas, esto es, asaduras, riñones y bazo del mismo cuadrúpedo; y hasta morrillas, alcauciles, setas y espárragos trigueros y amargueros; todo ello tan bien dispuesto, que basta calentarlo en un santiamén para dar una opípara comida á cualquier huésped que llegue de improviso». Constelaciones de chorizos y morcillas colgaban tradicionalmente de los techos, elaboraciones caseras que asadas en parrillas sobre el rescoldo y «comidas luego con blanco pan, con un traguito de vino de la tierra, que es el vino mejor del mundo, y en sabrosa y festiva conversación, sabían a gloria».
Cantó Valera con profundo conocimiento de causa las excelencias de las cerezas de Carcabuey, las peras de Priego, los melones de Montalván, los melocotones de Alcaudete, los higos de Montilla, las naranjas de Palma del Río y las ciruelas de Cabra, «dulces como la miel y que huelen mejor que las rosas». Repasó las variedades de uva y de aceituna, decenas de dulces característicos de su tierra y guisos típicos como la alboronía, las habas o el salmorejo y recordó el antiguo esplendor de la gastronomía en tiempos del califato, de la que aún se podían ver pinceladas, «reliquias de la grandeza pasada; restos que un hábil cocinero arqueólogo pudiera restaurar, como ha restaurado Canina los antiguos monumentos de Roma […] Yo creo que, sin desestimar la cocina francesa, que hoy priva y prevalece en el mundo, hay restos y como raíces en la de Córdoba, que no deben menospreciarse. ¿Quién sabe si darán aún opimos frutos sin desnaturalizarse con injertos, sino conservando el ser castizo que tienen?». Juan Valera habría hecho buenas amigas con Paco Morales y estaría encantado de que la cocina califal haya recuperado su lustre en el restaurante Noor. Igual hasta estaría reconciliado con las croquetas, quién sabe. Aunque viviera con su madre.
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