Secciones
Servicios
Destacamos
Ana Vega Pérez de Arlucea
Viernes, 22 de noviembre 2024, 00:26
Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.
Los apetitos de la reina Isabel II —la de los españoles y tristes destinos, no la inglesa— siempre se han visto con desaprobación. Nuestra monarca más carnosa y carnal fue gravemente censurada por sus apetencias políticas, eróticas y alimenticias tanto en vida como póstumamente. Sin entrar en asuntos de amigos entrañables, que los tuvo, Isabel de Borbón y Borbón (1830-1904) ostenta en el imaginario popular fama de mujer insaciable y voraz, capaz de acordarse del jamar en el peor trance de su vida.
Siempre se ha dicho que tras el estallido de la Revolución de 1868 y frente a la posibilidad de un exilio forzoso, a la reina se le sugirió dejar el veraneo para regresar a Madrid en busca del laurel y la gloria. Ella, tan castiza e 'Isabelona', supuestamente contestó que la gloria era para los niños chicos «y el laurel, para la pepitoria».
Esta anécdota se ha repetido hasta la saciedad, pero no aparece ni por alusiones ni de refilón en 'Isabel II: una biografía' (Isabel Burdiel, 2010), la mejor que se ha escrito sobre la soberana. Sí se cuenta en ella que doña Isabel solía hacer incursiones en la vida nocturna de Madrid yendo del brazo del marqués de Bedmar, uno de sus múltiples amantes, y que esas correrías incluían cenas hasta altas horas de la madrugada en alguno de los reservados de Lhardy.
Para afianzar la imagen campechana y glotona de la reina se ha dicho que en este elegante restaurante madrileño, fundado en 1839, desataba su vicio por el cocido y los callos. Es cierto que en su retiro parisino Isabel II mandó que el cocido no faltara ningún domingo en su mesa y también es probable que le gustaran los callos, pero seguro que no los comió en Lhardy. Aunque ahora sean dos de los platos más icónicos de su carta, este establecimiento no comenzó a ofrecer recetas tradicionales españolas hasta mucho después de que la reina pusiera tierra de por medio.
El ahora famosísimo restaurante Lhardy (carrera de San Jerónimo, 8) nació en 1839 como pastelería y tienda de 'delicatessen' al más puro estilo francés. El dinero lo puso Bartolomé Sevié, comerciante de vino y comestibles, y el trabajo Emilio Huguenin Dubois (1805-1887), hostelero. Ambos habían trabado amistad en Burdeos (Francia) con exiliados liberales españoles —los que irónicamente huían del padre de Isabel II— y probablemente fueron persuadidos por ellos para que abrieran un negocio en Madrid.
El éxito fue tal que Lhardy (nombre inspirado en el café l'Hardy de París) se convirtió rápidamente en restaurante a la carta y en destino obligado de quienes quisieran saborear las excelencias de la alta cocina francesa. Inicialmente en Lhardy todo fue francés: el menú, la gerencia, los cocineros e incluso los camareros. Fue el ejemplo a imitar por toda la hostelería española y puso de moda desde el servicio a la carta hasta los platos que servía.
En fuente de plata
Sin duda la presencia de los callos en Lhardy ha hecho mucho por la estima y reputación de este humilde guiso, pero la primera noticia que tenemos de que en su cocina supieran siquiera cómo hacerlos es de 1887, justo después de que falleciera don Emilio y su hijo Agustín asumiera las riendas del local, instaurando una sesión semanal más barata y democrática llamada 'diner Lhardy'. A ella acudían artistas y bohemios que sin duda eran capaces de apreciar unos callos bien hechos —al fin y al cabo estaban en Lhardy— servidos en fuente de plata.
Nacido en Madrid, Agustín impulsó en su restaurante platos típicamente castizos como el cocido, aunque es muy posible que el prurito callero comenzara gracias a una apuesta. Así lo contó el gastrónomo y escritor Ángel Muro en su 'Diccionario general de cocina' (1892), donde además de ofrecer la receta de callos que usaba el cocinero de Isabel II en palacio explicó esa historia.
«En tiempos del buen viejo Lhardy, padre de Agustín, frecuentaba la pastelería [...] un encopetado personaje que [...] gustaba mucho hacer rabiar a Mr. Lhardy. Una tarde que andaba éste atareado con las órdenes de una suntuosa comida, el amigo le dijo: 'Mire usted, Lhardy; con tanta farsa de salsas Perigord y financiera no es usted capaz, ni uno solo de sus cocineros tampoco, de guisar callos como los hacen aquí cerca, en una taberna de la calle del Pozo'. '¡A que sí'. '¡A que no!'. 'Apuesto veinte botellas de champagne Roederer', añadió Lhardy. 'Van', dijo el vejete. 'El domingo yo haré que traigan aquí mis callos y usted presentará los suyos' ».
El jurado, compuesto por ocho personas, probó los callos de la taberna en cazuela de barro y los de Lhardy en bandeja de plata. Por unanimidad ganaron los tabernarios, pero don Emilio se negó a pagar la apuesta. Resultaba que unos y otros callos eran los mismos, ya que él mismo había encargado los que hizo pasar por suyos a la cocinera de la calle del Pozo. El gracioso quedó humillado, el jurado abochornado y el retado exultante.
La moraleja de esta historia estaba, según Lhardy, en que cada sitio tenía su especialidad: en la taberna no sabían guisar a lo francés y en el restaurante tampoco sabían cocinar a lo madrileño. Quizás, luego se empeñó en enmendarles la plana y preparar callos mejor que cualquier tabernera.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
La segunda mejor pizza de España se come en Palencia
El Norte de Castilla
Publicidad
Publicidad
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.