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Me lo habían dicho por wasap, me lo habían insinuado por Facebook y uno de los mejores cocineros de Granada me lo aconsejó sin ambages. ... Hay que ir a Garbo.
—Tenemos sitio, pero en el interior y a las tres.
Para ser sábado y estar sin reserva, que hubiera sitio ya era un lujo. Aceptamos y a las tres de la tarde, como clavos, nos plantamos en la calle Sócrates, lindando con Camino de Ronda.
Mesas altas en el interior, decoración sobria y mucho espacio, aunque el local es pequeño. Porque las mesas son pocas y están muy bien distribuidas. Una cerveza para abrir boca y… ¡señoras y señores! ¡Qué Alhambra más bien tirada! Densa, espesa y con su corona de espuma. La cosa arrancaba bien.
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Siguió mejorando cuando comenzó a sonar la trompeta de Miles Davis a través de los altavoces. Puro noviembre en Granada. La carta es corta. Y aún así, me quedé con ganas de pedir cinco o seis platos. Más o menos los que no habíamos elegido.
Arrancamos con el Panipuri Thai Castizo, una esfera crujiente rellena de morcilla, satay de cacahuete y manzana verde. Jose nos explicó en qué consistía y por qué debíamos comerlo de un bocado, dejando que la explosión de sabor inundara la boca. Efectivamente, allí estaba la combinación de sabores, todos perceptibles, pero sin pisarse los unos a los otros.
Hay que ser muy crack para ponerle la morcilla de la tierra a un plato de inspiración tailandesa. De ahí lo de thai castizo. No sé si era Miles Davis o éramos nosotros quienes nos habíamos animado, pero las gyozas chingonas nos encontraron de un humor excelente. Nueva fusión de culturas gastronómicas, poniéndole la maravillosa cochinita pibil mexicana a esas empanadillas de extracción oriental. Con chipotle, aguacate y encurtidos… puro deleite.
Hasta ahí los entrantes para compartir. Me dio rabia no probar las croquetas y la ensaladilla, que ya conocen mi pasión por ambos bocados, pero ya que estábamos de prospección, mejor lanzarse al vacío de lo inédito y lo desconocido.
Pasamos a lo gordo, tal y como se anuncia en carta. El ceviche era una deconstrucción–reconstrucción de un plato que, de no existir en Granada, ha pasado a repetirse en las cartas de bares y restaurantes como las series de Netflix en televisión.
Leche de tigre tropical, boniato, maíz y (muy poco) cilantro acompañaban a una suculenta lubina salvaje, que ahora está de temporada. Que el maíz viniera en forma de palomitas dice mucho del carácter de Garbo y de sus dos responsables, pareja, Raquel en cocina y Jose en sala. Un equipo de trabajo perfectamente engrasado y que funciona a las mil maravillas.
Al ser solo dos al mando de operaciones, admiten tan pocas reservas y son tan escrupulosos con los horarios. Para que los platos salgan en su punto justo y en el momento exacto. Sin demoras. A la temperatura exacta.
Llegamos a lo mollar: la costilla coreana, que sale de cocina con apariencia de tarta de chocolate acompañada de dos cuñas de tortilla. La costilla de cerdo a la barbacoa va con nata agria y mojo verde. Y la supuesta tortilla es un pan bereber para utilizar como utensilio: estamos ante un plato para comer con los dedos. Y chupárselos después.
Tras lo gordo llega el capítulo de regodearse. O 'regordearse', que entramos en el mundo de los postres. Pedimos los dos de la casa: una tarta de zanahoria especiada con su glaseado y zumaque y un brownie de chocolate con miso, nata y frambuesa. Cada vez me gustan más los dulces poco dulces. Me hago mayor y los empalagos de antaño me dejan frío, casi indiferente. Estas propuestas más especiadas, con toques ácidos, incluso amargos, se me adaptan mejor.
A esas alturas del almuerzo, aunque seguía sonando jazz, no recuerdo quién tocaba. Nos habíamos tomado un par de copas de vino y fluía la conversación.
Garbo está llamado a darnos grandes alegrías, no en vano, el garbo es gracia, desenvoltura y brío. Un gran descubrimiento. Gracias a Pilar, Alberto e Ismael por ponernos en la pista. Como dijera el general McArthur al marcharse de Corea: ¡Volveré!
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