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Jesús Lens
Granada
Viernes, 27 de agosto 2021, 00:56
Pasé unos días en Asturias, una de las comunidades de nuestro país en que más y mejor se come. Comencemos por las cantidades. Cuando me ... fui, todavía no había atinado con las proporciones y seguía pidiendo de más. Y es que en Asturias, las raciones son grandes. Muy grandes. Empezando por esos primeros de cuchareo que, a 20 grados, tan bien entran y que siempre vienen en una olla, lo que invita a la bribonería.
O cuando pides una ensalada de la casa y te llega con tres lonchas grandes de cecina y una amplia representación de los quesos del país, junto a la lechuga y al tomate. Del cachopo aún no puedo hablar. Necesito recuperarme de la barbaridad que me metí entre pecho y espalda antes de rememorar el episodio.
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Pero más allá de la cantidad, están el tamaño, la textura y el sabor. Las sardinas del norte, por ejemplo, son más chiquitas que las nuestras, más compactas y con la carne más apelmazada. Es lo que tiene vivir en aguas frías y agitadas. Nadar en aguas revueltas, o sea.
Y está el bonito del norte. Lo probé en el restaurante Álvaro Arriaga en junio, como ya les conté en su momento. En Asturias lo pude disfrutar en una sidrería con más de 200 años de historia a sus espaldas, El Yantar de Toni, en Arnao. Tras una paella con 'bugre' (bogavante), llegó una sensacional ventresca braseada de bonito.
Al bonito se le conoce como atún blanco o claro, lo que induce a confusión, ya que son dos especies distintas. El bonito es más pequeño y se pesca en las aguas del Cantábrico. Es más escaso que el atún y tanto el lomo como la ventresca son auténticas delicatesen. Su carne es más suave y más sabrosa que la del atún, con menos grasa, sin desmerecer a nuestro túnido paisano andaluz.
Para un gatronómada confeso como yo, una de las partes esenciales de cualquier viaje es el descubrimiento gastronómico. Aunque la palabra 'descubrimiento' quizá sea excesiva en este mundo globalizado. Digamos mejor que disfruto de la inmersión gastronómica a través de los usos y costumbres culinarios del país.
Si me perdía por Salinas o alrededores, era fácil saber dónde buscarme: en el chigre más cercano. El chigre es la palabra asturiana para referirse a la sidrería. De la importancia capital de esta bebida, surgida del fermentado de manzana, da buena fe el hecho de que haya servido para bautizar a toda una categoría de establecimientos culinarios con identidad propia.
Creo que todos los días que estuve en Asturias comí o cené en un chigre, tanto en Salinas y Arnao como en Luarca o Avilés. Y me encantaba asistir a las discusiones entre los paisanos sobre la calidad de las sidras que íbamos tomando, cada una diferente de la anterior. Y de la siguiente. Dudas sobre si la Cortina es mejor que la de Viuda de Angelón, por ejemplo, siendo ambas estupendas.
Incapacitado para participar en el debate, lo mío era ver, oír, callar… y beber esa sidra escanciada tan turbia como refrescante. Nadie me oyó decir ni una sola vez que no a echar unos culines. Que en ocasiones eran culones. Yo me justificaba diciendo que era mi manera de ingerir la cantidad diaria de fruta recomendada por la OMS, que esto de viajar disloca la dieta.
Terminemos hablando de fabada. Resulta que en Asturias hay (casi) tantas formas de comer fabada como paisanos. La probé en la Bodega de Rivera de Avilés. Allí me enteré de que para Pichi no es necesario comerse el compango (la carne ahumada típica de la fabada), dado que su sabor, aroma y textura ya están transferidos a las fabes. Pero para fabada casera, casera, la de la casa de Pilar. ¡Soberbia! A ella le gusta tomar primero las fabes y después el compango, como si fueran los vuelcos del cocido.
Cuando vuelva a Granada y los calores den una tregua, el primer plato de cuchareo será una de fabada en Óleum, para reforzar los lazos astur-nazaríes.
PD.- ¿Es muy cateto ponerse la mar de contento por encontrar Cerveza Alhambra de barril en La Solarina de Luarca? Nunca le sentó tan bien el maridaje al pulpo a la gallega o al chorizo a la sidra.
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