Borrar
Los excesos de los banquetes regios

Los excesos de los banquetes regios

GASTROHISTORIAS ·

Además de conocer la complicada etiqueta que regía las comidas de Felipe III y Margarita de Austria, toca saber los apuros que pasaban para mojar los labios

ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA

Viernes, 3 de enero 2020, 00:50

Cuando Clara Peeters pintó en Amberes el cuadro que ven junto a estas líneas, más o menos en torno al año 1611, regía los destinos flamencos una mujer nacida en Segovia. Isabel Clara Eugenia de Austria (1566-1633) llegó al mundo en Valsaín como hija del rey Felipe II y murió en Bruselas como gobernadora de los Países Bajos, territorio del que llegó a ser soberana entre 1598 y y hasta 1621, cuando quedó viuda y sin descendencia de su marido el archiduque Alberto de Austria. Yo ya sé que este lío de fechas, habsburgos y demás familia se les puede hacer a ustedes un poco cuesta arriba, pero verán que tiene su importancia. Isabel Clara Eugenia, la infanta segoviana, y su esposo Alberto fueron los artífices de un pequeño remanso de paz y prosperidad durante la larguísima guerra de Flandes (la de los 80 años), mecenas de las artes y promotores de la reconciliación entre flamencos y españoles. Gracias a ellos y a la bonanza económica que trajo consigo la Tregua de Amberes (1609) entre los Países Bajos españoles y los provincias unidas independientes se estableció el clima propicio para que triunfaran pintores como Rubens, Brueghel el Joven o la misma Clara Peeters con sus bodegones.

En su 'Mesa con mantel, salero, taza dorada' y demás elementos, que se puede admirar tranquilamente en la sala 82 del Museo del Prado, están las pruebas de cómo España y Flandes se relacionaron alegremente a nivel culinario a principios del siglo XVII. Vean si no la naranja y las aceitunas, todo un lujo sureño para las mesas holandesas. O los faisanes, que hicieron habitualmente el viaje contrario y llegaban a Madrid desde Bruselas, enviados personalmente por Isabel Clara Eugenia para el disfrute de su hermanastro el rey Felipe III. Ajajá. Aquí entroncamos con todo lo que vimos en el capítulo anterior sobre la pesadísima etiqueta borgoñona que imperó en la cuchipandas reales y en concreto en las comidas de Felipe III y su mujer Margarita de Austria-Estiria, que no podían los pobres llevarse con tranquilidad el tenedor a la boca sin sufrir el escrutinio de varias decenas de ojos.

Y si su manduca era sufrida, no crean ustedes que lo era menos el hecho de empinar el codo, ya fuese para beber vino, licores o simple agua. La extraordinaria taza dorada o fuente con pie que aparece en el bodegón de Peeters nos remite precisamente a ese asunto. Este tipo de utensilio se llamaba salva o salvilla y consistía en una bandeja con peana hecha de oro o plata repujada en la que se presentaban las copas. Su nombre proviene de que en ella se hacía 'la salva', un ritual de protección y deferencia consistente en que el maestresala o servidor de mayor rango probaba la bebida antes de servírsela a su señor, asegurándose así de que estaba en perfectas condiciones de consumo y, a malas, de que no contenía veneno.

El miedo a los envenenamientos regicidas fue auténtico durante la Edad Media y también en turbias cortes como las de los Borgia, pero en la España del XVII era básicamente una muestra de respeto. El protocolo mandaba que se hicieran varias salvas de todo aquello que pudiera probar el soberano, tanto líquido como sólido, y Sebastián de Covarrubias cuenta por ejemplo en su 'Tesoro de la lengua castellana' (1611) que «esta ceremonia se llamó hacer la salva porque da a entender que está a salvo de toda traición y engaño».

Copas de mano en mano

Tal y como podemos leer en el manuscrito 'Relación de las cosas más notables de la corte de España hecha en el año de 1616' la reina Margarita y Felipe III eran sometidos al ritual de la salva cada vez que querían refrescar el gaznate. El proceso, más parecido al absurdo de los hermanos Marx que a nada remotamente racional, comenzaba con su majestad sufriendo sed y haciendo una señal de cabeza a su servidor más cercano -dama en el caso de la reina, gentilhombre de boca en caso del rey-.

Para que la copa llegara a su destino era necesaria otra indicación a uno de los cuatro mayordomos asistentes, que a su vez acompañaba a uno de los meninos presentes hasta la puerta de la habitación. Después un ujier acompañaba a este menino hasta el aparador de botillería, un mueble auxiliar en el que estaban colocadas las jarras, copas y tazas de metales preciosos o de vidrio decorado. Allí el botiller o encargado de las bebidas hacía una primera cata y le daba al paje la salva o salvilla con una copa cubierta encima.

«Luego el menino acompañado del mismo uxier llega a la puerta de la pieça y alli se queda el uxier, y el mayordomo le acompaña hasta la grada donde está la dama que da de bever, luego la dama con el menino se llega a los pies de su Majestad, de rodillas, tomando la salva de la mano del menino con la mano derecha» (sic). Este baile continuaba destapando la copa «con los dos dedos de en medio de la mano izquierda» y tomando entre el índice y el pulgar el pie de la salvilla.

Después con la mano se cogía la copa y se echaba un poco de su contenido en la salva, bebiendo de ella, se volvía a colocar la copa encima y pasándola «a la mano derecha con la izquierda buelve a tapar la taça, tomandola otra vez en la mano izquierda la da a su Majestad y luego con la derecha descubre la taça y en acabando de bever la Reyna buelve la dama a cubrir el vaso levantandose en pie haciendo reverencia vuelve a dar todo al menino como lo trajo, el cual con el mismo acompañamiento que antes lo buelve a quien se lo dio». Mejor no tener sed.

Mesa con mantel, salero, taza dorada, pastel, jarra y demás. Clara Peeters. :: r. c.

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

ideal Los excesos de los banquetes regios