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La fabada es un plato tan conocido, reconocido y reconocible en la cocina española que lo único que le falta es un emoticono en nuestros móviles, como el de la paella, para hacerse universal. Aunque se disfruta todo el año, que no hay altas temperaturas ... que mitiguen las ganas de comerse un buen plato de fabada, es en estos meses de frío, lluvia y humedad cuando más apetece, se disfruta y reconforta. Hablamos de un plato de cuchara que templa cuerpo, alma y espíritu, de elaboración lenta y pausada y que invita a disfrutarlo en compañía y buena conversación.
Como su propio nombre indica, el ingrediente principal de la fabada es la fabe, esa especie de judía blanca grande y arriñonada de sabor y textura mantecosa tan característicos. La faba asturiana, por cierto, tiene su propia IGP desde 1996, lo que la diferencia de otro clásico como es el judión de la Granja.
Hablamos de una legumbre exquisita con varias propiedades para nuestro organismo. La principal y más importante, la fibra, que aporta de manera extraordinaria, por lo que resulta muy adecuada para el tracto intestinal y para combatir el estreñimiento. Tiene poder saciante y, desde luego, después de una fabada no quedarán muchas ganas de picar entre horas. Porque ligera, lo que se dice ligera, la fabada no es.
Además, las judías son una gran fuente de proteínas y suman antioxidantes que ayudan a minimizar los estragos del envejecimiento. También combaten el colesterol –ahora hablamos del compango– y son aliadas del sistema cardiovascular. Por cuanto a minerales, destaca el hierro.
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