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Comensales brindando en torno a una mesa. Dibujo de Alexander Ver Huell, s. XIX R. C.
La 'insoportable' zafiedad de la mesa redonda
Gastrohistorias

La 'insoportable' zafiedad de la mesa redonda

Sentarse a comer rodeado de desconocidos tenía algunas ventajas y un claro inconveniente

Ana Vega Pérez de Arlucea

Viernes, 23 de agosto 2024, 00:10

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A pesar de haber sido fiel visitante de Santander durante casi medio siglo, don Benito Pérez Galdós nunca llegó a coger gusto a dos de los símbolos del veraneo cantábrico de su época: la pesca deportiva y la mesa redonda. Pasarse las horas muertas con una caña en la mano, como hacían los turistas en el muelle santanderino de Maliaño, le parecía «una de las mayores tonterías imaginables» y «uno de los ejercicios más aburridos que existen», mientras que sobre la mesa redonda tan característica de los hoteles de El Sardinero pensaba cosas aún peores.

Recuerden ustedes que la mesa redonda, general o común fue el santo y seña de la hostelería española (también de la europea, bajo el nombre de 'table d'hôte') entre mediados del siglo XVIII y principios del XX. Consistía en algo tan sencillo y práctico como sentar a todos los clientes del establecimiento a una misma mesa y a una hora determinada para que degustaran un menú cerrado con precio fijo.

Esta costumbre permitía ahorrar tiempo, costes y disgustos de tal manera que se convirtió en la norma del sector durante los primeros pasos del turismo español. Se llevaba por entonces pasar la temporada estival tomando las aguas en un balneario, respirando el aire puro en un sanatorio de montaña o practicando los baños de ola en la playa. Daba igual que fuera un elegante hotel o una fonda modesta: en todos esos lugares —de San Sebastián a Panticosa y de La Toja hasta Lanjarón— había mesa redonda para uso y disfrute de sus huéspedes. También para su desgracia, como en el caso de Galdós.

Tal y como apuntó en un artículo escrito en 1893 para el periódico argentino La Prensa, creía que el sistema de marras era «una de las instituciones más antipáticas de la culinaria moderna». Obligaba a entablar conversación con gente odiosa, a aguantar el interminable y muy audible parloteo de decenas —a veces cientos— de comensales, a sufrir su cercanía física en términos de roce, calor y olor y por si esto fuera poco, te llegaba la comida fría.

Entonces no se traían los alimentos emplatados a la mesa y todavía se estilaba llevar al comedor grandes fuentes de comida que los camareros ofrecían discretamente y de manera individual a los comensales. Cada persona se servía lo que quería de la bandeja y después se pasaba a hacer lo mismo con la siguiente, de manera que si los asistentes eran muchos y el personal de sala, escaso, aquello se hacía eterno. «No puedo menos de declarar que detesto la tal mesa redonda», decía don Benito, «con la interminable lentitud de su servicio, con la charla mareante de tantas y tantas bocas [...] En todo hotel de primer orden se ha suprimido ya esa comida de pesebre, puestos los comensales en dos filas que se contemplan una a otra y esperando el paso del mozo que nos sirve manjares ya picoteados por el tenedor del que nos ha precedido». Toparse de vez en cuando con un compañero de mesa agradable no compensaba las dos o tres horas que se perdían al día dando cháchara a diversos desconocidos.

Miradores de la sociedad

Siendo el mejor representante del realismo literario español, resulta curioso que don Benito abominara de las posibilidades que la mesa redonda brindaba al buen observador de la sociedad. Su amante bandida, Emilia Pardo Bazán, sí valoró aquellas comidas colectivas como lo que realmente eran: miradores de excepción a la realidad española. La convivencia algo pegajosa que propiciaban balnearios y hoteles era, según la novelista gallega, el mejor ambiente para un costumbrista.

La mesa redonda permitía descubrir «desde la sopa, quién era cada uno en el terreno de la educación y cortesía. El que agarraba el queso de bola y oprimiéndolo contra su corazón se cortaba una raja enorme y desigual, el que escupía los huesos de aceituna en el plato, el que bebía vino sin tasa, el que no sabía manejar debidamente tenedor y cuchillo, el que ponía los codos sobre el mantel o lo estrellaba de pringue...».

Todo esto lo decía doña Emilia en 1913, cuando la promiscuidad mesarredondil ya se consideraba algo anticuadísimo y prácticamente intolerable para un espíritu sensible. Ella misma creía que la progresiva sustitución del viejo sistema por el servicio a la carta y las mesas pequeñas era lo que había animado por fin a las mujeres a acudir a los restaurantes, ya fuese solas o en grupo. Anteriormente había estado mal visto que una mujer de buena posición comiera por su cuenta en una fonda y se expusiera no al desdén, sino irónicamente a posibles atenciones exageradas (e indeseadas) por parte de quien se sentara a su lado.

Tan malo era no llegar como pasarse, y había quienes en una mesa redonda «abrumaban a las señoras a fuerza de obsequiosidad, de servirles sin conocerlas agua, vino, salchichón y almendras tostadas». Lo correcto, tal y como había indicado en 1884 la revista femenina La Moda Elegante, era ser fríamente educado, limitar la comunicación verbal al máximo y, a ser posible, evitar en todo momento dirigirse a los camareros. Es decir, lo que 140 años después consideramos un prepotente. ¡Cómo cambian las cosas, sea la mesa redonda o cuadrada!

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