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Jesús Lens
Granada
Jueves, 10 de marzo 2022, 23:43
Con los entrantes y aperitivos, aunque sean calientes, no hay problema. Como son pequeños y rápidos de comer, la mayoría de uno o dos bocados, ... no da tiempo a que se enfríen. Además, a esas primeras alturas de una pitanza suele haber gusa y vuelan de los platos, fuentes, tablas, cuencos y demás recipientes.
El problema se produce cuando le toca el turno a la parte mollar de la comida, que llega a la mesa a su temperatura idónea, pero no tarda en quedarse fría. Helada, como el día esté fresquito. Y no les digo ya si sobre la mesa aparecen de golpe y porrazo, al mismo tiempo, mitad y media de la comanda…
Es una de las razones por las que no me gusta comer fuera. En una terraza, me refiero. Comer, comer, quiero decir, que las cañas y las raciones también suelen volar a velocidad vertiginosa, aunque sea una fritura recién sacada de la freidora o unas croquetas con la bechamel ardiente, de la que te escalda el cielo de la boca.
Es muy difícil que un buen pescado asado o una carne a la brasa aguanten bien a la intemperie. Antes de Navidad, en un día soleado pero frío, pasé vergüenza al volver a pedir que me calentaran de nuevo la carne. Como la primera vez, el plato volvió a la mesa con una nueva ración de patatas recién fritas, me dio regomello por si pensaban que era un aprovechado que había descubierto el truco para llenar el buche con malas artes.
En estas semanas, sin embargo, he disfrutado de dos fórmulas para mantener la comida caliente. La primera, ancestral, en el bar Omka-Kool de la calle Jardines, especializado en Comidas del Mediterráneo. Estaba conversando con Hassan Laaguir sobre la cultura amazigh, de la que debemos hablar más en profundidad, cuando El Mustapha nos trajo sendos tajines, uno de kefta y otro de cuscús.
El tajine es el recipiente en el que se sirve la comida, sea de pollo, cordero o pescado. Es un plato hondo hecho de barro cocido, más o menos grande, que se cubre con una tapa de forma cónica, igualmente de barro. Las albóndigas, que suelen llegar pelando, tardan un buen rato en empezar a enfriarse… siempre que las dejes al descubierto. Como no le quites la tapa al plato, la carne o el pescado mantienen la temperatura aunque esté helando fuera.
Hay otra fórmula para que la carne no se quede tiesa como la suela de un zapato a los cinco minutos de comparecer en la mesa. Y no. No es comer como los pollos, cada comensal concentrado en su plato y sin hablar para no perder bocado.
Hablamos de esas piedras ígneas que permiten a cada cuál asar la carne a su gusto. Se presenta cortada en filetitos, cruda, y es el comensal quien la pasa por la piedra, literalmente hablando. Los que prefieren la carne al estilo Tarantino, que sangre al pincharla, le darán una rápida pasada, vuelta y vuelta, para calentarla. Y a la buchaca. Quienes la disfrutan churruscante, solo tienen que dejarla algo más de tiempo.
En el exterior, las propias piedras se enfrían rápido y hay que cambiarlas. Es un trabajo, ojo. Hace unos días, José Nieto, en Taracea, me invitó a coger uno de aquellos loscos y pesaba más que los menhires de Obelix. De ahí que anduviera a la busca y captura de otras piedras refractarias más livianas. O, al menos, que llevarlas a las mesas no fuera el equivalente a una prueba de halterofilia en los Juegos Olímpicos.
Para mí, esta modalidad de carne a la piedra es sinónimo del Mesón Alegría. ¡Cuánto le debe mi colesterol a sus chuletones y entrecots a la piedra! Y al pan tostado, con alioli y aceite de oliva. Todo eso estará impreso en mi ADN comilón por siempre jamás.
Escribo esto ahora casi a modo de despedida de las terrazas. Poco a poco, vamos volviendo a los interiores de forma normalizada. A los salones y comedores. A las barras. El Gobierno se apresta a quitar la obligatoriedad de llevar mascarillas también en espacios cerrados. El retorno de la normalidad. Sea por la victoria frente a la pandemia, sea por una tregua más o menos larga… ¡Salud!
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