
Recuerdos íntimos de la matanza del cerdo
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El legado de la lumbre y de la cocina rural comienza a cobrar importancia entre la gastronomía modernaAna Vega Pérez de Arlucea
Sábado, 14 de diciembre 2019, 15:20
Con los primeros fríos secos, ésos que campan por nuestro país a principios de diciembre, pienso todo el rato en morcillas. En comerlas y sobre todo en hacerlas, porque es la época del año en que se pueden empezar a curar y también cuando yo solía ir al pueblo a picar cebolla, limpiar tripas y atar nudos morcilleros. Ahí donde me ven ustedes, con manos de damisela urbanita, sé atar morcillas y chorizos que da gloria verme, además de manejar con cierta soltura el arte del adobo o el unte de lomos con ídem. Quizás habría tenido yo, de haber vivido en el pasado –y sobrevivido al tremebundo índice de mortalidad de los niños enclenques–, aptitudes de mondonguera. Como la Juanita la Larga de Valera, podría haber mostrado singular habilidad para salar los jamones, derretir las mantecas y elaborar «longanizas, morcillas, morcones y embuchados que dejaran atrás a lo mejor que en este género se condimenta en Extremadura». O ser una segunda Dulcinea del Toboso, de quien Cervantes dijo que tenía «mejor mano para salar puercos que ninguna otra mujer de la Mancha».
La mondonguera era la mujer que del arte de la matanza del cerdo hacía su oficio, recibiendo una cantidad fija por desplazarse a hogares y fincas en los que obrar su magia porcina: recoger y batir la sangre para que no se coagulara, preparar las tripas para rellenarlas, aliñar la carne, catar la prueba, embutir, cocer, ahumar, conservar la manteca sobrante y, en muchos casos, dar prueba fehaciente de su maestría cocinando el festín matancero. Dependiendo de la zona el plato estrella podía ser el caldillo de hígado, las chichas, el gazpacho de matanza o el cocido especial con asaduras, liviano, orejas, cabeza y todo lo que entrara en la olla, recién sacado del animal. Para sacrificar al bicho y destazarlo estaban el matachín y la fuerza bruta de los hombres de la casa, pero la mezcla –¡ay, la mezcla!– era cuestión femenina. A algunos de ustedes todo esto les sonará a chino, pero a otros muchos la matanza del gocho les traerá recuerdos de ambiente festivo, de trabajo compartido en familia y hecho con alegría, de pueblo, de olor a humo, carámbanos de hielo y lejanos chillidos de cochino en la madrugada.
La vida urbana y sus comodidades han borrado todas estas experiencias de la memoria moderna. No sólo es que casi nadie tenga un cerdo triscando en el corral detrás de su casa, sino que la refrigeración y la posibilidad de adquirir carne y embutidos en cualquier momento han eliminado de nuestras vidas la urgencia de matar animales y conservarlos para el autoconsumo. En las casas donde se sigue haciendo es por tradición, por orgullo, por identidad; porque los chorizos comprados nunca saben como los propios. No han pasado tantos años (cinco o seis décadas, a lo sumo) desde que la matanza reinara aún como la técnica básica de subsistencia de los pueblos españoles, una tarea en la que se pensaba durante once meses, se trabajaba otro y de la que se alimentaba toda la familia a lo largo del año siguiente. En aquellos tiempos sin neveras, matar el cerdo era la diferencia entre pasar mucha o poca hambre, de modo que había que exprimir el magín para intentar utilizar desde el rabo hasta el hocico y que duraran el mayor tiempo posible: cuando volvía a arreciar el frío, de la matanza anterior no quedaba normalmente nada más que tocino rancio.
Haciendo de la necesidad virtud, estos arduos menesteres adquirieron con el tiempo pátina de ritual, tronío gastronómico y tintes de vínculo comunal. Como muchas otras tareas típicas del ámbito rural (la siega, el trillado…), la matanza necesitaba de muchas manos y podía convertirse es una excusa perfecta para socializar y estrechar lazos. Eso es lo que han hecho, en parte, los asistentes a Terrae, un encuentro centrado en la gastronomía rural que se ha celebrado en Zafra (Badajoz) y en el que cocineros de España y Portugal han suscrito un manifiesto en defensa de la cocina de pueblo y hecha en el pueblo. El documento, que se leerá próximamente en el Parlamento Europeo, recalca el papel de la gastronomía como motor económico y cultural de las zonas más despobladas, demanda medidas institucionales en favor del medio rural y recuerda la importancia del sector primario, de los productos locales y de la tradición culinaria.
Ningún marrano ha sufrido daños en Terrae, más allá de ser observado con golosas miradas mientras comía bellotas alegremente en la dehesa. Pero me consta que entre esas tradiciones gastronómicas que busca preservar el manifiesto están la cultura matancera y las delicias derivadas del cerdo, animal que tantas alegrías ha llevado a Extremadura durante siglos. Precisamente en tierras pacenses nació también una autora gastronómica que hizo de la matanza un arte: Isabel Gallardo Gómez, nacida en Orellana de la Sierra en 1879. Escritora, folklorista y gran estudiosa de las costumbres de su tierra, publicó curiosamente como primera obra un recetario titulado 'La cocina, tratado completísimo del arte culinario' (1922), un manual casi enciclopédico en dos tomos y con más de 3000 recetas. Su segundo volumen comienza precisamente con un extensísimo capítulo dedicado a loar la matanza casera y explicar sus diversas recetas derivadas. Salchichas, salchichones, asadurilla, jamones, seis clases de morcillas, siete de chorizos, once para lomos, morcón, cachuela, longaniza, lengua… Todo un universo porcino y siglos de conocimiento comprimidos en treinta páginas que, en palabras de su autora, eran de una importancia excepcional para aquellos «acostumbrados a comprar hechas todas las preparaciones del cerdo y que no han visto nunca una matanza, bien porque habitan en capitales o poblaciones de importancia, donde viven en pisos y no es fácil hacerlas, o bien por otras causas». Esos somos nosotros. Ojalá conservemos por siempre ese saber rural, el legado de la lumbre y el sabor de los chorizos.
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