Si algo tenía claro Adriano es que, después de 40 años, el trabajo y el cariño dedicados a Altamura debían tener continuidad. Continuidad en el ... sentido comercial y empresarial, pero sobre todo en el afectivo y espiritual.
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Y es que Adriano Forghieri, a sus 75 años de edad, tiene ganas de disfrutar de la vida con más calma y tranquilidad, pero sin marcharse de Altamura. Al menos, no del todo. Da un paso a un lado para que sea la nueva generación la que siga tirando del carro. Cogen su relevo Mar García González, la sobrina de Adriano, por lo que todo queda en casa; y Bubi Morenodávila, conocido empresario del sector de la hostelería, con experiencia acreditada en la gestión de otros restaurantes como el Asador Curro de Carretera de la Sierra.
Decíamos que Adriano seguirá estando junto a Mar García para que la transición sea tranquila y pausada. Para ella es todo un desafío. Contar con el asesoramiento y la complicidad de su tío es esencial. «Nuestra intención es que Altamura siga siendo Altamura, que los clientes de toda la vida encuentren el restaurante igual. Sigue el mismo equipo tanto en cocina como en sala, vamos a mantener la carta con sus pizzas y pastas artesanales y, por supuesto, platos icónicos como el steak tartar o el solomillo Voronoff, santo y seña de la casa», señala esta abogada que ha dejado una exitosa carrera en los tribunales para ponerse al frente de uno de los restaurantes con más solera y tradición de Granada.
Adriano Forghieri visitó Granada por primera vez en el año 1970. Fue un flechazo instantáneo, hasta el punto de que se instaló definitivamente en nuestra ciudad en 1973. Nacido en Italia, con 12 años comenzó a trabajar en el restaurante de un amigo de su familia. Se formó en una Escuela de Hostelería transalpina, donde finalizó sus estudios a los 15 años, y trabajó en diferentes establecimientos de Italia, Bélgica, Alemania y Suiza.
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«Me cansé de tanto orden», dice sonriendo con picardía. «En Granada compré un terreno por la zona de la Carretera de la Sierra, a la altura del desvío a Quéntar, pero resultaba muy complicado montar allí un restaurante, por lo que me fui al primer local de Altamura, uno muy chiquito, justo enfrente del actual, en la misma Avda. de Andaluces», rememora Adriano. «Fue el primer restaurante clásico de cocina italiana en Granada y tuvo muy buena recepción desde el principio. Incluso se hacían colas de parejas jóvenes esperando a que abriéramos por la noche, expectantes por probar la cocina italiana», sigue recordando.
En 1982, Altamura se trasladó a su actual emplazamiento. Personalmente, siempre me gustó que no diera a la calle, ese toque de sibaritismo clandestino y de distinción que supone subir un par de tramos de escaleras para entrar en un auténtico santuario, al estilo de los clubes británicos.
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Forghieri explica el porqué. «El otro local era tan pequeño que tuvimos que adaptar la entreplanta. En otros países europeos es algo habitual. Comer es un acto privado y no hay que estar expuestos a la calle, como en una vitrina. De hecho, la mayoría de la clientela busca un rincón tranquilo, un espacio más íntimo. La gente lo aceptó y al mudarnos repetimos el esquema».
La larga y completa carta de Altamura se ha ido enriqueciendo a lo largo de los años. «Añadimos platos siguiendo una misma línea y es difícil que los quitemos. Recuerdo unos tortellini de calabaza que no funcionaban. A los dos años volvimos con ellos y todo el mundo los quería. ¿Cómo te lo comes?», recuerda Adriano entre risas.
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¿Y el steak tartar o el solomillo? «En Granada nadie sabía lo que era un steak tartar. Tardamos tres meses en vender el primero y algún cliente hasta nos exigió pasarlo por la sartén». Más risas. «O el solomillo Voronoff que se prepara delante del cliente. Algunos, descreídos, se reían. ¡A saber cómo sale esto! Pero salía, salía».
En Altamura se da una curiosidad: hay clientes asiduos que, a pesar de ir continuamente al restaurante, un buen día 'descubren' un plato nuevo… ¡que lleva 20 años en carta! «Nos pasó hace poco con unos huevos florentina y un buen amigo y nos reímos de lo lindo».
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Más clásicos de la casa: el osobuco (conviene no tener mucho que hacer en las primeras horas de la tarde si se pide) el crostino y las pastas rellenas. «Nuestras pastas son artesanales, hechas en casa, o son las mejores italianas, como la de Gragnano. Tenemos a un cocinero, Luis Miguel Lastra, dedicado a tiempo completo a la producción. Sólo hace pastas y salsas, siempre de forma artesanal. Isaac Capilla es el jefe de cocina y les apoya Antonio Trujillo que en días de tanta afluencia como los del pasado puente del Pilar llega a trabajar con seis fogones a la vez».
A sus 75 años, por tanto, «con casi 50 años de cotización en España, que se dice pronto», Adriano se va a tomar las cosas con más calma y está tranquilo por cómo se ha orquestado el traspaso de poderes. Mar y Bubi tienen claro que la esencia de Altamura tiene que ser la misma. «Es un restaurante al que llevamos viniendo con nuestras familias desde que éramos pequeños y queremos que todo siga igual», señalan. Mar lo resume en una frase que es todo un titular: «se trata de un negocio con pasado, historia y tradición y con mucho futuro».
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Y es que, efectivamente, por Altamura pasa ya hasta la quinta generación de clientes. «Niños cuyos bautizos se celebraron en alguno de nuestros rincones vienen a celebrar el bautizo de sus hijos. ¡Incluso el de sus nietos!», exclama Adriano.
¡Si esas paredes hablaran! La de negocios que se habrán cerrado en Altamura. Adriano sonríe enigmáticamente, pero sus labios están sellados. Discreción ante todo. Y cariño siempre, marca de la casa. Durante el par de horas que dura esta conversación, Adriano se levantará tres o cuatro veces para saludar a clientes de toda la vida. Los últimos, antes de irse, le dan las gracias al veterano restaurador, a Mar y a Bubi y le ponen el mejor colofón a este reportaje: «gracias por hacer que Altamura siga siendo Altamura, que teníamos miedo de que se perdiera».
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