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Ana Vega Pérez de Arlucea
Viernes, 18 de agosto 2023, 00:27
Me acuerdo de ella cada Navidad. Cuando el resto del mundo conmemora –con bastante cursilería, por cierto– la famosa tregua navideña de 1914, yo pienso en una foto que el colega Miguel Ángel Almodóvar usó en diciembre de 2019 para ilustrar uno de sus artículos. Es la misma que encabeza estos párrafos de hoy, ligeramente restaurada y sin la rasgadura que luce la original, que cuelga en una de las paredes del Museo de la Batalla del Jarama (Morata de Tajuña, Madrid) junto a sartenes y pucheros usados en la Guerra Civil.
Si el alto al fuego de la Primera Guerra Mundial y sus partidos de fútbol entre alemanes, franceses y británicos encarnan el espíritu de la Navidad, ¿por qué no van a hacerlo unos soldados españoles comiendo paella en el frente? No una paella cualquiera, además, sino una sobre la que se molestaron en escribir «felices pascuas» con tiras de pimiento asado.
A finales de 1936, cuando los milicianos republicanos que defendían el sureste de Madrid tomaron esta fotografía, el abastecimiento aún no era un problema acuciante. De hecho, muchos de los que combatían en uno y otro bando todavía confiaban en que la guerra terminaría pronto. Duraría dos largos años más, un período espeluznante en el que murieron medio millón de personas y durante el que las paellas se fueron haciendo cada vez menos festivas para acabar convirtiéndose en burdo rancho de supervivencia.
La paella, plato jaranero de domingos e icono de la gastronomía española desde hacía 50 años, terminaría siendo entre 1936 y 1939 el cajón de sastre de los rancheros que acompañaban a las tropas. Ranchero o ranchera era quien cocinaba el rancho diario y cuidaba tanto del guiso como de su distribución equitativa, una tarea vital en la que se solían emplear grandes sartenes hondas que lo mismo servían para cocer, freír o estofar que para preparar multitudinarias paellas. Quien dice paella dice arroz con cosas, claro está.
Pese a que en otoño del 36 la prensa loara las proezas culinarias de los rancheros y hablara de paellas «gustosas con un punto de optimista valencianismo», lo cierto es que la receta fue adelgazando notablemente con el paso de los meses. Primero se quitó la carne, luego desaparecieron las verduras frescas e incluso el aceite. A finales de 1937 la paella completa no era más que una quimera, una entelequia gastronómica a la que solían podían aspirar algunos privilegiados y que incluso en Valencia llegó a ser usada como herramienta de propaganda.
Cuando en febrero del 38 vino a España un grupo de diputados franceses, el diario valenciano 'Frente Rojo' (publicación del Partido Comunista) recalcó que los visitantes habían probado en un campamento militar «una enorme paella, capaz para un centenar de hombres, en la que destacaban grandes tajadas de carne».
Bélico-arroceras
También los sublevados comían paella de campaña. Es tan fácil encontrar estampas bélico-arroceras entre los republicanos (como la que sacó Kati Horna a unos milicianos empuñando guitarra y paella) como entre las tropas nacionales. Pese a las penurias y las bombas, la mayoría de esos retratos reflejaron el carácter lúdico y bonancible que siempre tiene una paella hecha al aire libre.
La guerra no pudo arrebatarle a este plato su identidad de guiso colectivo con regusto a amigos y día de fiesta. Tan es así que durante la contienda la palabra «paella» adquirió un nuevo significado: los actos de confraternización con el enemigo, severamente penados por las autoridades militares, se denominaron de modo genérico como «hacer una paella».
Puede que la expresión se debiera a la capacidad de esta receta para unir estómagos y voluntades o, de manera metafórica, a su condición de guiso con diversos ingredientes (en aquella época se hablaba de «paella política» y «paella musical»), pero el lenguaje de las trincheras adoptó rápidamente esta frase para designar a todos los encuentros cordiales entre ambos bandos.
Los primeros vis a vis sin intenciones ofensivas se produjeron precisamente en la Navidad del 36 y fueron relatados por testigos de uno y otro lado, como el sacerdote José María Arizmendiarrieta (auxiliar del Ejército Vasco) o el falangista Rafael García Serrano. Los soldados se reunían en tierra de nadie para intercambiar noticias, tabaco, papel de liar, víveres y cartas destinadas a las zonas ocupadas por el contrario. Francisco Cavero, alférez provisional de la Legión y autor en 1938 del libro autobiográfico 'Con la segunda bandera en el frente de Aragón', relató cómo él mismo pactó un breve armisticio para que unos y otros pudieran canjear «periódicos y materias comestibles, para demostrarse mutuamente su buena alimentación corporal y espiritual». Enseguida le llamaron por teléfono. «Pero, ¿qué haces, animal? Han avisado a la Comandancia, desde el observatorio de Artillería, que en el llano están haciendo una paella [...] ¡te la vas a cargar!».
La confraternización estaba rigurosamente penada y había orden de disparar contra quienes fuesen pillados «haciendo paella». Recuérdenlo, intenten no discutir por la paella este año: el arroz siempre ha tendido puentes.
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