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Medio pato al horno del Julchen Hoppe, con sus acelgas, remolacha y albóndigas de patata. J. Lens
Patos, codillos y otros platos berlineses
Gastrobitácora

Patos, codillos y otros platos berlineses

Una escapada a la capital de Alemania nos invita a hacer un recorrido gastronómico por algunas de las especialidades de la comida germana

Jesús Lens

Domingo, 27 de octubre 2019, 09:44

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Uno de los grandes alicientes de viajar a otros países es tener la oportunidad de disfrutar, in situ, de su gastronomía. Probar platos diferentes, experimentar con los menús y dejarse sorprender por sus sabores y texturas es parte de la aventura.

Acabamos de pasar unos días en Berlín, aprovechando los vuelos económicos que conectan el aeropuerto de Granada con el de Tegel, en la capital alemana. Se llega más rápido al corazón de Centroeuropa en un cómodo avión que a Madrid en el AVE. O que a Sevilla en el tren de la risa.

La primera parada de nuestro periplo gastronómico nos condujo al corazón de Baviera, por mucho que nos encontráramos en Alexanderplatz, centro neurálgico de Berlín. A escasos metros de nuestro hotel había un restaurante especializado en comida bávara, impregnado del aroma de su capital, Munich. Todavía quedaban efluvios —metafóricamente hablando— de la recién terminada Oktoberfest y la alegría del viernes noche flotaba en el ambiente.

Sentados en largas mesas corridas sobre bancos de madera y compartiendo espacio con cuatro señoras mayores que trasegaban cerveza con más soltura que un grupo de jóvenes españoles haciendo botellón, encargamos una cena basada en los productos más típicos de la gastronomía bávara: codillo, pastel de carne y diferentes tipos de salchichas. Y col, para disimular la intensa dosis de proteína roja. El famoso chucrut u hojas lácticamente fermentadas, mucho más ricas y sabrosas al probarlas de lo que su aséptica descripción nominal hace suponer.

La cena resultó pantagruélica, ciertamente. Fueron necesarias tres grandes jarras de cerveza para empujar todo aquello y, al final, casi no pudimos enfrentarnos al postre, lógicamente, un goloso apfelstrudel o pastel de manzana, con sus reminiscencias turco-bizantinas.

Al salir del restaurante a la noche berlinesa entendí el porqué es tan popular el rave en la capital alemana: dar saltos durante horas y horas al son de la música electrónica es la única manera de digerir en condiciones una cena bávara, por mucho que en el restaurante hubiera un grupo que tocara en directo y cada poco rato se entonara el famoso '¡Proust! ¡Proust!' a voz en grito.

El sábado a mediodía, tras una buena caminata por el centro histórico de Berlín, paramos para hacer una comida detox que nos permitiera recuperar fuerzas a la vez que terminar de eliminar los excesos de la cena del viernes. Nuestro gozo en un pozo. Al elegir un restaurante especializado en cocina berlinesa, la sopa de vegetales llevaba grandes trozos de salchicha flotando en el caldo. Como el plato principal elegido era una enorme berlinerwurt con salsa de tomate, nos vimos impedidos en nuestro intento de salir del universo salchichero germánico.

Un tranquilo y apacible restaurante a orillas del río Spree, por la noche, nos hizo concebir esperanzas de disfrutar de una cena algo más liviana. Bien es cierto que habíamos caminado más de veinte kilómetros ese día, pero apetecía una sopa calentita y una ensalada ligera para conciliar el sueño sin problemas.

Tampoco fue posible: la sopa de lentejas resultó ser un bol de lentejas con chorizo y tocino en toda regla y las ensaladas llevaban abundancia de beicon la una y un escalope de salmón, bien grande y bien frito, la otra.

Entiéndaseme bien: la comida alemana está muy buena y estas comidas y cenas, jocosamente relatadas, resultaron de lo más satisfactorio. Pero dietéticas, dietéticas; lo que se dice dietéticas, no eran. Eso sí: comer en Berlín no resulta en absoluto caro para los estándares españoles. Un dato de lo más llamativo.

De ahí que, para la última cena antes de volver a España, decidiéramos cambiar de objetivo. En un encantador y acogedor restaurante cuyas mesas estaba situadas en las diferentes estancias de una vivienda, nos aseguramos de pedir una ensalada que fuera una ensalada –tal y como nosotros entendemos la ensalada– y, de segundo, medio pato al horno, con guarnición de acelgas, remolacha y albóndigas de patata. Y, por una vez, tras la primera jarra de cerveza, pedimos un merlot alemán que resultó tan recio y consistente como se podría esperar de un vino tinto germánico.

El resultado de esta corta escapada a Berlín se cifra en 1,4 kilos de más en la báscula, a pesar de las caminatas. Pero que nos quiten lo bailado. Que de vez en cuando, hay que darle gusto al cuerpo y uno no viaja a Berlín para comer quinoa, tofu y algas.

Se nos quedó pendiente la visita a Zur letzten Instanz, la taberna más antigua de Alemania, abierta desde 1621 y por cuyas mesas han pasado de Napoleón a Gorki, pasando por Beethoven. De hecho, fuimos, pero era domingo y estaba cerrada. ¡Mala suerte! Pero volveremos. Que Berlín está a tiro de piedra de Granada y tiene mucho por ver. Y por comer.

De hecho, le hemos cogido tanta querencia a la recia y contundente comida germánica que ya andamos tratando de cuadrar las agendas para hacer una visita al Kuddam, templo de la gastronomía alemana en Granada por antonomasia. Me relamo al pensar en volver a hincarle el diente a un sabroso codillo, a su deliciosa repostería y, como remate, el célebre chupito de vodka helado. Y es que no hay como salir fuera para recordar y apreciar la gran variedad de la oferta gastronómica que ofrece Granada.

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