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No se nos ocurrió preguntar si los tenían. Es una de esas cosas que se dan por supuestas. Estamos bien entrados en junio, mes que ... sigue a mayo en el calendario. Meses sin 'r', por tanto. Que hubiera espetos de sardinas era algo tan previsible, esperable y deseable como el sol en lo alto del cielo y la poca gente en el agua, que estaba lo suficientemente fría como mantener a la inmensa mayoría sobre la arena y bajo la sombrilla.
El verano ha llegado y las playas de nuestra Costa Tropical, en fin de semana, están 'abarrotás', como en el chiste. Reservamos mesa en un chiringuito de Salobreña a partir de las mediterráneas tres y media de la tarde, que las muy europeas y civilizadas dos menos cuarto se nos hacían raras. Y se nos hacían bola, también.
Para hacer cuerpo, ganas de beber cerveza y de comer pescado, me hice a las aguas por primera vez este año, aprovechando para nadar mis buenos 45 minutos. Buenos en sentido figurado, que nadé horrorosamente mal. Pero lo importante era crear la ilusión de un cuerpo necesitado de hidratación y proteínas.
Y así llegamos a esas tres y media, tan nuestras, con algo más que gusa en el cuerpo. «Yo, espeto de sardinas. Lo demás, me da igual», sentencié en la mesa. Pero no. Mi gozo en un pozo. Resultó que el maestro espetero estaba malito y ese día no había brasas. Ni para las sardinas o los salmonetes ni para el pulpo u otros pescados de mayor tamaño y la misma enjundia gustativa.
No pasó nada, faltaría más, que pedimos una pata de pulpo sobre su cremoso de patata, un ceviche de pargo la mar de bueno y unos calamares fritos de los de toda la vida. Pero que deseaba ansiosamente haber disfrutado del primer espeto del año, también se lo digo.
Me gustó, eso sí, que no estando operativo el experto en brasas de la casa, tampoco pusieran a hacer espetos al primero que pasara por allí. Es un signo de respeto por una profesión que, desde fuera, puede parecer sencilla, pero que no lo es. Ni muchísimo menos. Lo bueno: que ese primer espeto del 2025 aún está por disfrutar.
Hace un par de semanas podían leer en este suplemento un reportaje sobre la fiebre de la hamburguesa que nos consume. En Granada y en toda España. Es algo tremendo. Al principio, antes de que empezaran a proliferar como las setas en otoño, trataba de estar al día e ir a probar sus especialidades. Después, desistí. Era imposible.
Ahora, cuando el cuerpo y/o las circunstancias piden una buena burger, manejo dos opciones: Mostaza Green, sobre todo desde que abrieron en mi barrio; y Sancho Casual Burger, que para algo fueron los auténticos pioneros en estas lides.
La terraza de su establecimiento de Plaza de Cauchiles, en plena calle Mesones, es una gozada en estas noches en las que aún refresca algo. Que tampoco hay que llevarse un saquito o rebequita, vayamos a exagerar. Pero que bien sí se está.
Antes, solíamos pedir algo de entrada. Ya no. La hamburguesa con sus patatas –me gustan las picantes, que no rabian– o boniato es más que suficiente para una buena cena. Así las cosas, el pasado viernes pasamos por allí y, como también suele ser habitual, me pedí la hamburguesa del mes. En este caso, la Saigoncito, inspirada en el restaurante mexicano CDMX, pero con todo el sabor a Vietnam. Se presenta en pan brioche y lleva paté meloso de cerdo en la base, picada jugosa de vaca, mayonesa Saigón, pepinillos y jalapeños, encurtidos de zanahoria y daikon, cilantro y menta. Levemente picante, resulta fresca y diferente. Muy original. Con una cerveza bien fría, una deliciosa cena tan informal como sabrosa.
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