Plato de salpicón de marisco y receta de langosta en salpicón en 'El cocinero universal' (1894). R. C.
Gastrohistoria

Del salpicón cervantino al de marisco

La que ahora es la versión más conocida de este manjar surgió como variante marinera de un plato típicamente hecho con sobras

Ana Vega Pérez de Arlucea

Viernes, 11 de julio 2025, 01:06

De receta de puro aprovechamiento a bocado de lujo o pequeño capricho culinario. El salpicón ha cambiado mucho desde aquellos tiempos de El Quijote en que constituyó la cena diaria, humilde y repetitiva de los hidalgos venidos a menos. Si hace cuatro siglos fue símbolo de ahorro o de ese ingenio gastronómico capaz de sacar sabrosas chispas a cualquier resto de comida, hoy en día el salpicón respira verano, vacaciones y despreocupación. Ya sea en su versión suntuosa a base de bogavante y centolla o en la de andar por casa con mejillones y surimi, la mera mención de esta receta nos traslada mentalmente al chiringuito, la terracita o a esa ubicación veraniega por la que cada uno de nosotros suspiramos. Da la impresión de que la suma de frescura, vinagreta y frutos de mar es una de las fórmulas mágicas de la cocina estival... y de que eso casa malamente con su pasado como plato cárnico o triste cena cervantina.

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Aunque parezcan viandas antagónicas el playero salpicón de marisco es heredero directo del de vaca que tomaba «las más noches» don Alonso Quijano, hecho con las sobras del puchero del mediodía o con cualquier carne cocida en trozos que pudiera alegrarse añadiendo aceite, vinagre, cebolla y poco más. La clave estaba en estirar la comida para sacar de ella la cena y en hacerlo aplicando el mínimo esfuerzo, tiempo y coste.

En teoría el salpicón (también llamado antiguamente salpiquete) se podía tomar caliente pero lo más habitual era economizar combustible y servirlo a temperatura ambiente, como una ensalada elaborada con la proteína que se tuviera a mano: vaca, carnero, conejo, vísceras de todo tipo, pescado fresco o seco.

Recuerden que allá por 1611 el cocinero de Felipe III, Francisco Martínez Montiño, dio en su libro 'Arte de cozina' instrucciones para preparar el clásico salpicón de vaca y también uno con atún cocido –«muy bueno si es de ijada»–, su cebolla y su correspondiente aliño. El intríngulis salpiconero estaba en aprovechar un ingrediente animal abundante y económico, de modo que lo que en algunas regiones del interior era carne o lengua de vaca en otras zonas costeras se sustituía por pescado o marisco fresco, incluso del que ahora consideramos más exquisito y caro pero que hace 150 años abundaba en ciertos mercados de España.

Las latas de La Coruñesa

A pesar de que haya ilustres salpicones de marisco en Cádiz y otros de bacalao en Murcia, el rastro marinero de esta receta comienza en Galicia: en 1870 La Coruñesa, una de las primeras fábricas de conservas de nuestro país, ya vendía latas de langosta en salpicón y 10 años después el salpicón de lubina figuraba en el menú de la ferrolana Fonda Española.

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En 'El cocinero universal', un recetario anónimo editado en Ferrol en 1894, encontramos la primera fórmula escrita para adaptar la langosta al formato salpiconero. Quitando la calidad de la materia prima, poco tiene que ver con los sofisticados salpicones de bogavante que hoy en día se estilan en los restaurantes: «después de cocida [la langosta], se le extrae la carne. Se parte en pedazos, poniéndolos en una fuente. Se le echan cebollas cortadas, aceite y un poco de vinagre. Se deja así preparada por espacio de una hora, para poderla servir».

El gastrónomo y político gallego Manuel María Puga y Parga (1874-1918), más conocido por el apodo de 'Picadillo', fue mucho más generoso con los acompañamientos del plato.

En 1903 compartió su versión personal de la langosta en salpicón con los lectores del diario 'El Noroeste' añadiendo al aliño huevo cocido, perejil, pimiento y una pizca de mostaza. Al señor Puga le chiflaba cualquier cosa en vinagreta, así que cuando en 1905 publicó su libro 'La cocina práctica' incluyó nada menos que once variantes salpiconeras, siendo seis de ellas marineras (de lubina, atún, salmón, merluza, langosta o vieira) y el resto de productos tan curiosos como el pollo, los garbanzos con carne o la coliflor. Todo asalpiconado.

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Otra comilona coruñesa y amiga personal de Picadillo, Emilia Pardo Bazán, se atrevió a sentar cátedra sobre el salpicón de mar en 'La cocina española antigua' (1913). Según ella, era «el más usual y el menos recomendable de los aderezos españoles» ya que cuando se ponía un ingrediente en salpicón ya no sabía a absolutamente nada más. Por eso recomendaba emplearlo con manjares insípidos como la carne cocida o las cigalas, que le parecían un producto tan tristón y aburrido –¡!– como para tener que aderezarlo «con alguna salsa disimuladora de insulseces».

Parece que la novelista se creía muy por encima del humilde salpicón, pero luego bien que lo acabó recomendando para acompañar la centolla, el buey, las vieiras o la eterna langosta. Para completar el catálogo completo sólo le faltó el pulpo. Lo más entrañable es que doña Emilia interpretaba el salpicón a medio camino entre la sobriedad quijotesca y la exuberancia moderna, de modo que le ponía más cosas que los antiguos y menos que nosotros. Si quieren ustedes replicarlo deberán usar «cebolla muy picada, perejil lo mismo, huevos duros ídem, aceite, vinagre, agua, sal y pimienta».

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El buen marisco, sea gallego o no, lo dejo a su libre elección.

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