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Jesús Lens
Granada
Viernes, 16 de julio 2021, 00:35
Comí carne el sábado 3 de julio. Me acuerdo porque estuve en Mostaza Green al salir del cine Madrigal, hincándole el diente a su hamburguesa ... alpujarreña para contárselo a ustedes la semana pasada. ¡Qué sensación! Tan parecida a la antigua normalidad que, ojalá, no tarde en ser nueva. Y para siempre.
A partir de ahí, nada. E insisto, no fue a propósito. Nada de carne… excepción hecha de mis tostadas de serrano con aceite y tomate, que ahí no me tose nadie.
El pasado martes, por ejemplo, fuimos a cenar a El Conjuro de Calahonda. Es una visita ritual y anual con la que doy por inaugurado el verano en La Chucha. Mi objetivo principal eran sus memorables boquerones bien fritos. Así, tal cuál aparecen en la carta. ¡Mi gozo en un pozo! Se habían terminado.
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Tras un vistazo a la carta y al fuera de carta, optamos comenzar con un aguacate a la brasa con pico de gallo y huevas de pescado. Lo de brasear uno de los productos estrella de la Costa Tropical es todo un hallazgo. Como lo es acompañarlo con el toque picante que aporta el pico de gallo, una salsa suave de origen mexicano que va en crudo, hecha con tomate, cebolla y chiles. Las huevas rebozadas, por su parte, le aportan el toque marino a un plato de antología.
Seguimos con unas alcachofas con parmentier de foie (ahí hay carne, podría aducir un purista, pero ustedes entienden de qué hablamos, ¿verdad?) y terminamos con unos espectaculares espárragos blancos braseados que, si no eran Cojonudos, lo estaban. Iban con una delicada carbonara y un toque de queso que invitaba a mojar pan. También es cierto que el pan de El Conjuro es de los de Champion's League y que cualquier excusa es buena para no dejar ni las migas.
Al terminar, hablando con Dani Lorenzo, reparé en que habíamos pedido tres platos con base vegetal. Insisto: de forma impremeditada. Y no será porque en la carta de El Conjuro no hay buenas carnes, con diferentes piezas de la prestigiosa Txogitxu donostiarra por bandera. ¡Anda que hace unos años hubiera perdonado yo el Tomahawk, el solomillo o ese provocador lomo de vaca clandestino a la brasa! Aunque fuera para cenar.
Estando en territorio chuchero era obligado acercarse un día a El Farillo para disfrutar de sus proverbiales espetos de sardinas, que voy muy rezagado en mi propósito de comerme 21 este verano. Antes, un tomate más flojo que otras veces con un soberbio aguacate. Y de postre, un señor mango. Un mango espectacular. Una fruta que no precisa de nada más que de un tenedor y un cuchillo para convertirse en puro deleite. ¿Y en casa? Más de lo mismo: gazpachos, ajoblancos, ensaladas y más sardinas. A la plancha, en este caso. ¡Que no se diga!
Me encontraba siguiendo esta dieta de forma natural e impremeditada cuando el ministro de Consumo la lió parda con el tema de la carne. No tanto por lo que dijo como por el tonillo. El tufillo. Y por el momento, claro, yendo por libre. Que estas cosas, para que tengan sentido y salgan bien, hay que medirlas y planificarlas. A partir de ahí, la pelotera. Sobre todo, de fotos carniceras subidas a las redes sociales, incluyendo una cosa encogida y empanada con patatas fritas que provocó la hilaridad del respetable al presentarse como ejemplo de dieta mediterránea.
Parte de crecer y madurar es descubrir que hay vida culinaria más allá del entrecot a la pimienta y las alitas de pollo churruscantes. La educación del gusto te lleva a apreciar otros ingredientes, texturas y combinaciones. Hacerse mayor y envejecer es, en fin, asumir que los solomillos deben ser más pequeños para hacer bien la digestión y que resulta imprescindible compartir los steaks.
Antes de la pandemia, el consumo de carne ya se había reducido de forma ostensible en la sociedad española de forma natural, sencilla y generalizada. Era una tendencia que no hacía ruido. El mensaje iba calando sin necesidad de armar la de San Quintín y de politizar algo tan delicioso como unos callos, una chistorra o, por supuesto, mi querida y añorada morcilla. ¡Con lo que nosotros hemos sido!
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