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Jueves, 8 de agosto 2024
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Les confieso que es la noticia gastronómica que más ilusión me ha hecho en 2024. El día que Antonio Lorenzo me llamó para decirme que ya habían firmado la compra de El Embarcadero de Calahonda pegué tal salto en el sillón que, si hubiera sido disciplina olímpica, me habría traído otra medalla para Granada.
Y es que se trata de una adquisición que, más allá de lo económico y lo puramente gastronómico, tiene mucho de sentimental. Hablamos de raíces, familia, amor y apego al terruño. Los padres de Antonio y Daniel Lorenzo se conocieron en El Embarcadero cuando trabajaban allí de jóvenes. Fue un flechazo el que unió a Mercedes Torres y Antonio Lorenzo. Después de tres temporadas y otros trabajos abrieron su propio negocio, El Conjuro, donde sus hijos echaron los dientes.
A Antonio hijo siempre le gustó la cocina, hasta el punto de matricularse en la Escuela Hurtado de Mendoza. Por desgracia, la prematura muerte de su padre en el año 1993 no le permitió ni siquiera cumplir el ciclo formativo: tuvo que volver a Calahonda para hacerse cargo del negocio familiar. Gracias a su vocación autodidacta y a los cursos que ha ido haciendo en San Sebastián y Barcelona, como en la prestigiosa Aula Chocovic, se ha convertido en uno de los grandes de la restauración granadina, hasta el punto de que tanto El Conjuro como su hermano pequeño, Le Bistró by El Conjuro, en la capital, están recomendados por la Guía Michelin.
Y así llegamos a este punto, aunque la compra de El Embarcadero empezó a gestarse cuatro años. «Los dueños del establecimiento, que son amigos y clientes de El Conjuro, empezaron a sondearnos. Querían que se lo quedara alguien del gremio y si era del pueblo, mejor. Y por fin, este año hemos podido llegar a un acuerdo», cuenta Antonio Lorenzo.
El pasado Corpus, lo primero que hice nada más bajar a la Costa Tropical fue acercarme a ver, saludar y abrazar a Antonio, que Dani estaba en El Conjuro. Y a comer, claro, que hay que predicar con el ejemplo. Y menuda sorpresa me encontré con un plato muy especial que, a nada que lo pensemos, refleja perfectamente la forma de entender la cocina de Antonio Lorenzo. Hablo de algo tan curioso por estos lares y a la vez teóricamente sencillo como las ortiguillas.
Un bocado de mar
Muy habituales en las tabernas de Cádiz, las ortiguillas no son muy habituales en nuestra Costa. ¿Quiere usted averiguar cómo y a qué sabe el mar, pero no tiene ganas de darle una 'tragantá'? Pues unas ortiguillas bien emborrizadas y fritas le darán la respuesta. Hablamos de un bocado que se hace con anémonas, ese organismo marino que es más fácil de describir por lo que no es que por lo que efectivamente sí es. No es un alga. No es una medusa. No es una planta. Y, aunque hay quienes sostienen que es marisco o molusco, se trata de un animal invertebrado con aspecto de 'arbolito' que permanece adherido a las rocas marinas y que se alimenta de los pequeños peces y moluscos que se ponen a tiro de sus venenosos filamentos, con propiedades urticantes, de ahí su nombre picoso. No es de extrañar, por tanto, su sabor yodado y a maresía, el proverbial aroma a mar.
Las ortiguillas me parecen una maravillosa metáfora de la cocina de Antonio Lorenzo, un tipo imaginativo y creativo, intuitivo. Pero al que le encanta el método científico y no deja de inventar. Que en la carta de El Embarcadero ofrezca este producto, tanto frito como acompañando a uno de sus proverbiales arroces, no es baladí.
«Probé las ortiguillas en uno de mis viajes gastronómicos por Cádiz y su intenso sabor a mar me recordó a Calahonda y a esa fritura de pescado que tan ligada está a la cocina de El Conjuro, así que empecé a prepararlas, pero no me salían bien del todo», cuenta Antonio Lorenzo. «Fue un ama de casa, una prima de la familia de mi hermana de La Línea de la Concepción, quien me enseñó a conseguir el punto exacto del crujiente y a que no salieran demasiado aceitosas», remata.
Lo que importa de las ortiguillas es el sabor. Y la textura. Y son excelentes. Sabor a mar, como dijimos, y si están bien fritas, como las que prepara Antonio, deben quedar muy crujientes por fuera y cremosas por dentro, al estilo de la bechamel de las mejores croquetas. Con el toque de yema de huevo por fuera que les da, esa textura resulta más untuosa.
Así las sacan en El Embarcadero, que ahora tiene dos espacios diferenciados. El que lleva el nombre genérico del hotel, a pie de playa, está dedicado a los pescados, tanto a los de arrastre como a los de anzuelo. Al marisco y, por supuesto, a los arroces, que nunca pueden faltar en la cocina de los hermanos Lorenzo. Y lo más reciente es la flamante terraza panorámica con excepcionales vistas al peñón, a la playa de Calahonda y al azul del mar Mediterráneo.
«Le hemos puesto de nombre Chacha 28, un guiño a mi madre y a mi mujer. Mi tío llamaba cariñosamente 'chacha' a mi madre y Monte, cuando estaba ya malita, me decía que le encantaba cómo sonaba. Chacha. Ella se dedicaba al interiorismo y Equipo 28 era su referencia. De ahí el nombre de la terraza, Chacha 28, que hemos dedicado especialmente a la brasa tras la reforma integral que hemos hecho del espacio», cuenta Antonio. Una terraza espectacular en la que puede desayunar la clientela del hotel y, con reserva previa, también las personas no alojadas. Desayuno continental completo, con huevos, beicon, bollería, zumos, tostadas, tés y cafés… Un auténtico lujazo.
La intención de los hermanos Lorenzo es mantener tanto El Embarcadero como Chacha 28 abiertos hasta la Navidad y cerrar unos meses, hasta la primavera, para seguir haciendo mejoras, cambiar la web y la central de reservas.
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