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Hay un vídeo rulando por las redes que me ha encantado. Un señor aparece en pantalla luciendo un aspecto gris y dice: «Febrero es el peor mes del año, pero es un mes honesto». Y continúa mostrando un panorama nublado, frío, húmedo y desapacible. «Las cosas parecen exactamente como son. No pretenden ser otra cosa», insiste, antes de pasear la mirada por fantasmagóricos edificios entre la niebla, calles vacías, gente con abrigo que camina encogida en busca de refugio, etc.
Así me sentía el pasado domingo cuando decidimos dar una vuelta. El cuerpo pedía quedarse en casa, pero el sábado no salimos y el viernes no pisamos el asfalto, así que había que echarse a las calles sí o también. Fuimos vagabundeando al centro y, como en una película de Woody Allen, nos asomamos a una exposición. Camino de vuelta al Zaidín, esa cuestión que habitualmente, tan buenos momentos depara: ¿Nos tomamos algo?
Esa pregunta suele ser retórica, pero como venía de padecer el virus gastrointestinal del que les hablé la semana pasada, era particularmente pertinente. Y es que no hay mejor baremo para darse uno por recuperado de una enfermedad que tener ganas de tomar algo, ese gran hallazgo del léxico español más fiestero.
Fuimos a la Taberna Granados, una de las clásicas por excelencia del ecosistema tabernícola granadino. Estaba llena, claro, pero no petadísima. Nos hicimos fuertes en un extremo, nos quitamos los abrigos y… ¡oooooh! Se hizo el milagro. Ya no hacía frío. Ya no era un día gris y ceniciento. Pedimos manzanilla y vermú. Y mientras llegaban los callos, nos dejamos imbuir por el ambiente. Sonaba copla y la gente charlaba animadamente. ¡De pronto, había salido el sol!
Cada vez me gusta más la manzanilla y, por fortuna, cada vez hay más sitios en Granada donde la ponen bien fría y bien rica. Habíamos entrado a la taberna con una idea clara: una y nos vamos. Pero sabido es que con una rueda no anda un carro, así que pedimos una segunda comanda, además de unas carrilleras al vino tinto, uno de los platos por antonomasia de la gastronomía tabernaria.
Manzanilla, callos, chacina, carrilleras, picos… ¿qué más se puede pedir? Con el cuerpo y el espíritu templados nos fuimos fijando en los mil y un detalles de la taberna. Los carteles históricos, los anuncios de bebida, los billetes antiguos y las etiquetas de botellas enmarcados, los utensilios de tonelería en las paredes… En las tabernas históricas, menos nunca es más. Me gustan así, abigarradas, barrocas, cargadas de objetos y cacharrería que cuentan historias. O que invitan a inventarlas.
Estábamos en el punto de no retorno, pero en este caso no le hicimos caso a la sabiduría popular cuando reza que 'no hay dos sin tres'. No era cuestión de forzar las tripas más allá de lo razonable. El resto del camino lo hicimos más relajados y tranquilos, claro.
De vez en cuando hay que reconciliarse con nuestro yo gastronómico más primitivo. Lo primero de todo, y antes que máquinas, somos hombres de las tabernas. O tabernícolas, como nos bautizó Paco Aguilar, de Taberna Belmonte, templo al que llevo demasiado tiempo sin ir. Como a Castañeda y tantos otros, por otra parte. ¡Ays! Una buena taberna es un estado de ánimo. Un sitio en el que estar, que invita a quedarse, más que a pasar por él. Las tabernas históricas, que deberían estar catalogadas y protegidas, como el lince ibérico, albergan lo mejor de nuestra memoria sensorial, sentimental, gustativa. Una buena taberna, en fin, convierte en luminoso el día más ceniciento.
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