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Ana Vega Pérez de Arlucea
Jueves, 8 de agosto 2024, 23:08
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No sé si tendrán ustedes la suerte de estar de vacaciones, pero si no, siempre tienen la posibilidad de rozar el veraneo con las manos mientras pelan y chupetean unas gambas a la plancha. Aunque no son necesariamente estivales, pocas recetas rezuman más sol, brisa marina y bienestar a pesar de que las tomemos en lo más recóndito de la meseta castellana.
Pueden ser blancas o rojas, de Huelva o de Palamós, a precio de oro o en la versión mucho más asequible del bar de la esquina. Los entendidos dicen que unas gambas son mucho mejores que otras, pero nosotros (ustedes, yo, la gente normalita) no haríamos ascos a ninguna. Nunca se sabe cuál va a ser la última gamba que rechupetees y por eso hay que disfrutarlas todas.
Quizás extraer todo el jugo a la cabeza de la gamba, succionar como si no hubiera un mañana y ponerse la pechera perdida sean gestos atávicos transmitidos de generación en generación. No somos conscientes de ello, pero las gambas a la plancha fueron junto a las ídem cocidas y al ajillo una de las tapas más populares de la posguerra, justo cuando la mayoría de españoles tenían la misma silueta que un bigote de este crustáceo.
Hace pocas semanas les hablé aquí de que el plancheo como método de cocción fue una innovación gastronómica que llegó a su apogeo en los años 60, pero antes de que absolutamente cualquier alimento fuera víctima de la carmela hubo un tiempo en que este procedimiento rápido y sustancioso se aplicaba únicamente a unos pocos elegidos. Solomillos, pescados y gambas.
La pasión por estas últimas vino de las costas de levante, donde a principios de los años 30 se servían en locales de Valencia con ínfulas elegantes como el Hotel Restaurant del Puerto, Casa Balanzá o el Ideal Room. También eran la especialidad de la casa en bares como El Chico de la Blusa o La Marquesina, en Alicante, y en 1934 se podían degustar junto a 'sepionets' y vasos de horchata –tal y como podemos ver en la imagen que hoy nos acompaña– en Gandía.
Sustituto del bocadillo
Extrañamente, el furor gambero a nivel nacional no llegó hasta después de la Guerra Civil. En 1940 se anunciaron como novedad en Logroño, luego en Salamanca, Vitoria y en torno a 1942 o 43 comenzaron a conquistar Madrid. Fue entonces cuando se convirtieron en la tapa estrella de la taberna La Casa del Abuelo (en la madrileña calle Victoria), que entonces aún se llamaba La Alicantina y había sido fundada en 1906 por don Baldomero Orts.
Buscando un producto con el que sustituir a los bocadillos que le habían dado fama antes de la guerra, el dueño de la taberna probó con las gambas que procedentes de Huelva y Melilla se vendían bastante baratas en los mercados de Madrid. En la capital y en otras ciudades del interior de España las gambas siempre se habían comido cocidas, al estilo andaluz, pero el descubrimiento del plancheo y sus perjúmenes cambiaron completamente el paradigma del marisco asequible.
Tanto, que a finales de 1945 se hablaba en prensa de las astronómicas cifras de gambas que aquel país aún triste y dolorido se endilgaba cada día. Según el periódico El Correo, en Madrid se habían vendido durante los ocho primeros meses del año casi 2.500 toneladas de estos crustáceos decápodos y en el mes de marzo (plena Cuaresma) se habían superado los 10.000 kilos diarios.
Por entonces las gambas tenían un precio mucho menor que los langostinos u otros mariscos y se pescaban en tal cantidad en todos los puertos del Mediterráneo que, aunque los madrileños consumieran la tercera parte de las capturas totales, seguía habiendo gambitas para todos. Se servían cocidas al natural, al ajillo, con gabardina y sobre todo a la plancha, que era como más sabrosas quedaban y las preferidas a la hora del aperitivo.
El frenesí gambero fue de tal magnitud que en 1955 no había barra de bar sin sus correspondientes gambas. Se superaron los diez millones de kilos anuales y se decía alegremente que en vez de pescadas parecían fabricadas en serie.
Curiosamente la ración de gambas cocidas solía costar más que la de «planchadas», fenómeno que el escritor e historiado Joaquín de Entrambasaguas Peña calificó en su libro 'Gastronomía madrileña' (edición ampliada de 1971) de insondable misterio financiero, ya que las primeras tenían menos elaboración que las segundas.
Fue Entrambasaguas el primero en señalar que el fenómeno gambaplanchista había llegado, «sin discusión posible, de la región de levante, donde ya se empleaba este procedimiento de preparar alimentos, sobre todo mariscos y especialmente gambas, cuando en Madrid se ignoraba en absoluto, sin pensar que habría de llegar a ser uno de los forasteros gastronómicos de mayor potencia», de tal modo que a quien no conociera bien las lonjas de pescado desde Huelva hasta Gerona le parecería que las dichosas gambas eran autóctonas del río Manzanares.
Ahora ya no hay tantas gambas ni tan baratas, pero nos siguen pareciendo tan ricas como cuando alegraron los paladares de posguerra. Ojalá entonces también supieran a vacaciones en el mar.
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