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Un comino

Kadeau y las siete vidas

Benjamín Lana

Viernes, 22 de noviembre 2024, 00:26

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Arqueólogos y antropólogos como Marvin Harris coinciden en que la capacidad de los homo sapiens para preservar alimentos desempeñó un papel crucial en el desarrollo de la cultura humana. Poder conservar y almacenar comida liberó a aquellos humanos de la necesidad de dedicar el día completo a conseguir el sustento. Esta capacidad favoreció la generación de excedentes y con ellos se abrió la posibilidad de desarrollar actividades sociales y de generar organizaciones más complejas.

Hasta las sociedades más antiguas han adoptado o desarrollado técnicas para garantizar la alimentación en los días de escasez. En Egipto y Mesopotamia usaban el secado para conservar granos, frutas y pescado, incluso la miel también era considerada un medio excelente para hacerlo. Fenicios y romanos preferían la sal. La fermentación, con distintas variantes, es común en diferentes culturas de Asia y de Europa desde hace milenios. Los pueblos nórdicos ahumaban y curaban en frío y los mediterráneos optaron por el aceite y el vinagre. Para cuando el inventor y chef francés Nicolas Appert publicó 'El arte de conservar las sustancias animales y vegetales', en 1810, y desarrolló su método que desembocaría en las latas que han llegado hasta nuestros días, la humanidad ya había hallado cientos de formas de evitarse el hambre de mañana con lo que había cosechado o pescado hoy.

Hasta hace no más de una generación, en el medio rural, todos hemos conocido las técnicas caseras dedicadas a la preservación de la cosecha o la matanza. Humo y calor para acelerar el curado de los chorizos, manteca de cerdo para guardarlos, aceite para los pimientos asados o el lomo, sal para jamones, orejas y patas… y así podríamos añadir muchísimos medios y recipientes, como los tarros de vidrio esterilizados en agua hirviendo, muy frecuentes hasta la llegada de la congelación doméstica, auténtica disrupción de la vida alimentaria en los pueblos.

Curiosamente, en este siglo tecnológico por antonomasia han irrumpido de nuevo con fuerza las técnicas más ancestrales, ahora no como procesos de conservación, sino como 'elaboraciones intermedias' que se vuelven gastronómicamente más interesantes cuando el humo, la sal o la fermentación los modifican organolépticamente. Más aún, las conservas constituyen ejemplos de sostenibilidad, de aprovechamiento de los productos y de reducción de la cantidad de alimentos que se desperdician.

Desde Bornholm

Traigo estas reflexiones pocos días después de degustar en Madrid la cocina del chef danés Nicolai Norregaard, propietario y fundador de Kadeau, dentro del programa In Residence. No era mi primera vez. Hace un año ya estuve en la sede de Kadeau en Copenhague y salí de allí sorprendido por el modo en el que había logrado desarrollar una cocina llena de personalidad a partir, básicamente, de productos no frescos, 'preservados' por su propio equipo durante la corta temporada veraniega en la que la isla de Bornholm, en el Báltico, se convierte en un vergel. Elaboran con distintas técnicas hasta nueve toneladas de producto fresco con las que sustentar el menú que se servirá en la capital danesa desde el otoño hasta la primavera-verano.

Norregaard y sus compañeros forman parte desde casi el principio del movimiento nórdico, pero la suya es, en mi opinión, una de las propuestas más singulares, en parte, aunque no solo, por esta apuesta por el máximo aprovechamiento de los vegetales. Su talento culinario es indudable. La aparente sencillez y la belleza neonaturalista de sus platos esconden infinidad de matices sápidos y contrastes de texturas inusuales. La suya es una comida suculenta, 'manjarosa', como hubiera dicho García Santos, alejada de la frialdad que a veces transmiten otros paisanos. Desde el arranque con un bellísimo plato llamado Los tomates del verano pasado, una suerte de empanadillas transparentes montadas a modo de molinillo de viento rellenas con preparaciones diferentes de tomates conservados, hasta el pastel de nuez con el que cierra el menú se observa una increíble nitidez en la definición y ejecución de cada propuesta.

Nada es accesorio, nada es casual. La proteína animal, sobre todo marisco, está presente en fresco, como en la Gamba, caviar y rosa o en el Bogavante azul & su cabeza a la parrilla. Kadeau no deja de ser un dos estrellas Michelin y en algún momento debe aparecer 'el producto'. Ambos platos resultan sabrosos, equilibrados y de un nivel de frescura que termina realzando el resto de ingredientes 'preservados'. Las vieiras y mirabelle, con la textura dulce del bivalvo nórdico, el sabor característico de la pequeña ciruela y el ácido que aportan las hormigas que capturan en Bornholm y conservan para el invierno, es de una elegancia indiscutible. Todas las casas tienen un clásico que les persigue y que no pueden retirar nunca. El suyo es el salmón ahumado en caliente y frío que sigue cautivando por la cremosidad de su interior gracias a un control extremo de la temperatura que evita el marcado de los músculos, una auténtica golosina.

Kadeau es un claro ejemplo de cómo el pasado y el futuro se pueden conectar de modo virtuoso y de cómo el compromiso con el planeta y el hedonismo culinario pueden llegar a ser cómplices.

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