Brindo por usted y su bien dispuesta compañía

Dimes y diretes de los sabores ·

Jamás vivimos una Nochevieja así, pero como no soy de contar penas, ríamos con los recuerdos

pablo amate

Jueves, 31 de diciembre 2020, 00:44

Mi dilecto e inteligente lector, es cosa muy granadina contar penas y recuerdos a difuntos, pero yo prefiero reír con los recuerdos. No voy a nombrar autores, literatos o cronistas de los que jamás oímos hablar. No soy inteligente, solo tuve los mejores catedráticos, profesores y maestros. Luis Carandell, glorioso erudito, me dijo en el Café Gijón de Madrid, donde seguía mis estudios, a deshoras: «Pablo Amate, cuando des una charleta y una conferencia, que no te pagan ni el taxi, recuerda: en Madrid, a las siete de la tarde das una conferencia o te la dan. Suelta un nombre inventado: ¡Como ustedes bien saben, el eminente profesor Johanse Crupirpier escribió en su famoso discurso…! y verás como el auditorio asiente y algunos murmullos susurran: ¡A mí me lo va a decir, si fui coetáneo de esa excelsitud de las letras».

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Las amigas de mis amigos

«¡Uf! Vaya lío. Las amigas de mis amigos son mis amigas». Esto exclamé cuando llevaba 1423 llamadas de teléfono, a ese millón de amigos que me prestó el cantante brasileño Roberto Carlos. Por eso, solo contaré lo mío. Cuando el planeta era mi apartamento amueblado. Me sucedió en San Rafael, ciudad vinícola, distante, que no lejana, de Mendoza, Argentina. Representaba al Reino de España en un doble concurso: Aceites de Oliva Vírgenes Extra y Vinos del Mundo. Todo estaba previsto para tomar las uvas en mi Granada. Y regalar a Graciela y Luis, de Chikito, alfajores comprados, previamente en La Ideal, confitería ilustrada cercana al monolito de Buenos Aires, donde por las tardes bailaban tangos y milongas. El clima me impidió volver y tomé las doce uvas a hora española, frente a una Virgen del Rocío, en la Casa de España en San Rafael (Argentina) llorando con los compatriotas a mi España querida, de Antonio Molina.

Sin uvas y a lo loco

No se cómo lo harán ahora, pero su costumbre es así. Mi pequeña familia, en aquellos años, cabía holgada en mi Ranger Rover. Íbamos a esquiar los cuatro a diversas estaciones del mundo. Cauterets fue elegida esas navidades. La propuse porque nuestra paisana Eugenia de Montijo, también disfrutabas las termas de esta casi desconocida población francesa. Reservé mesa para los cuatro en el único hotel de lujo de la villa. Tímidos saludos al llegar a colindantes comensales. Cena muy francesa, evidentemente: ostras de Bretaña, foie gras 'mit cuit' de oca, sopa de trufas Paul Bocuse, Sant Jaques con crema de chalottes, confit de oca, macarons (dulce francés). Estaba muy atento al reloj. Nosotros veníamos con las uvas desde Madrid. A las doce de la noche salió un cocinero de los de antes. Orondo, con bigotes y gorro blanco bien puesto. Empezó a dar vítores. Y los apacibles ciudadanos franceses que nos rodeaban en sus mesas nos lanzaron bolas de papel con canutos de cartón. Respondimos como buenos españoles a la batalla, previa al besuqueo. Todos contra todos. Quedamos pasmados de cómo hombres, mujeres, ancianas o militares sin graduación, te plantaban dos besos en las mejillas. ¿Qué pasará esta Nochevieja?

A 52.000 pies

Nunca lo he vuelto a realizar, pero recibir el año nuevo, hora española, volando sobre Asia, es una pasada. Iba camino de Singapur. Y en estos viajes largos, si puedo y he podido, voy en primera clase. Dormir en una cama. Ducharte. Gloria bendita para tu cuerpo a cualquier hora y momento. Y hasta las azafatas te sonríen. No haces colas y en ese avión de Emirates tenía un bar a mi disposición las 24 horas. Dentro del mismo avión, claro está. Champán francés del caro, caviar, pero no había uvas. Eran las 23:45 hora europea y me dirigí a este selecto bar volante, pensando que habría un ambientazo. Una parejita sentada en una mesa con vistas al cielo, un español, mi esposa y servidor. Azafata guapa y elegante. Había de todo en el redondo mostrador. Menos uvas. Nos trocearon un kiwi en pequeños dados y a las 24:00 de Europa/ España, imaginamos las doce campanadas y brindamos por el nuevo año. Adiviné que era vasco, la única persona que estaba en la barra, pues bebía gin tónic. Brindamos simbólicamente con el señor. Nos contó que su familia estaba durmiendo y que él fue el introductor de esas falsas hamburguesas que hay por todas partes. Lo miré cuando me contó eso y pregunté: «¿Y cómo lo lleva siendo vasco?» Respondió: «Rico, pero avergonzado». Lo comprendí

El mundo se acaba

Pedí una sartén. Una cuchara de palo. Varias botellas de champán y mi esposa repartió las uvas llevadas desde España. Era 1999 y los informativos mundiales predecían la gran hecatombe. Nosotros, los cuatro, volamos a recibir el cataclismo al corazón de la cultura desaparecida y que aportó ciencia a civilizaciones posteriores. Luxor, paseo entre la multitud nativa por calles de tierra y tenderetes de comida y moscas. Hacíamos tiempo para la cena en el suntuoso barco atracado en el Nilo, a pocos metros de esa multitud. Bien arreglados, pasamos al admirable comedor, sin adorno alguno navideño. Españoles éramos nueve. Y decidimos cenar juntos. Buena comida, champán caro para reventar y llegó el temido momento. Las doce menos cinco de 1999.

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Entre tumbas milenarias

Realicé un prodigio de facultades. Tocaba la sartén a modo de campanadas. Cantaba los números del uno al doce en inglés; a la vez comía a tiempo mis uvas. Los camareros me miraban con el susto reflejado en sus rostros. Salí a cubierta, mientras navegábamos por las oscuras aguas del Nilo. Llamé a mis padres. «¿Cómo va todo? ¿Pasó algo? Mi madre apacible informó: «El piano sigue en su sitio. La comida perfecta y la televisión cuenta las mismas tonterías de cada año». El parte lo decía todo, mientras una canción de Julio Iglesias sonaba lánguidamente en proa y las sombras de los túmulos funerarios vigilaban al buque navegando su ribera. Se acaba el año. Celebren con las medidas pertinentes. Y como bien dice mi admirado Joaquín Sabina: «¡Y no se me mueran, carajo!»

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