
Comidas navideñas, derechos y obligaciones
Dimes y diretes de los sabores ·
Ya hay medios que permiten hacer un bloqueo en tarjeta y después anular o pagar como se quiera. La reserva de mesas sigue siendo un grave problemaSecciones
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Dimes y diretes de los sabores ·
Ya hay medios que permiten hacer un bloqueo en tarjeta y después anular o pagar como se quiera. La reserva de mesas sigue siendo un grave problemapablo amate
Domingo, 17 de noviembre 2019, 03:03
Sí, pero tiene fácil solución. Recuerdo hará 48 años, la primera vez que fui a Nueva York. Con inglés granadino me presenté en la recepción del hotel. Miró mi reserva, pagada hace un mes en España y el 'mister' me pide una 'card credit'. Intenté explicar que yo lo tenía pagado, cama y desayuno. No hubo manera. Sacó la 'bacalaera', que no se habían inventado los lectores de tarjetas. ¡Vamos, ni el fax y qué decirles de internet! Al final me ayudó un empleado hispano. Me dijo que era obligatorio presentar una tarjeta de crédito. ¿ Y por qué? Yo pagué todo en España. El amable asalariado explicó: «Es por si hace algún extra, romper algo o roba...» –¿Y esto es para todos los clientes?– pregunté. «Sí señor. Aquí en Estados Unidos es normal».
Busqué mi American Express y el recepcionista la pasó, sin poner cantidad, y me hizo firmar en blanco. Esa noche no pegué ojo en la Gran Manzana, pero descubrí por primera vez en la tele a los Simpson. Hoy, las cosas están más controladas. Si se hace un cargo ilegal, es factible reclamar al banco. Suele haber suerte. Cuando alquilamos un coche en cualquier parte del mundo, y escribo por vivido, es obligatorio presentar una tarjeta de crédito donde hacen un bloqueo que va, según coche, de dos mil a nueve mil euros. También puede dar el dinero en efectivo. Pero si deja el coche en otra ciudad o país, yo no lo haría, forastero. Y menos en Italia o Asia.
Ya saben que en los hoteles suele ser habitual, y según tengo entendido, presuntamente alegal, aplicar esta norma. Hace siglos, en Gualchos, había un coqueto restaurante de una pareja, de cocina europea. Un día decidimos quedarnos a dormir, mi esposa y yo. Viajamos cada uno en nuestra moto y aquel lugar era original para cenar con encanto y dormir con placer. Dos días antes llamé a mi amigo, el cocinero y copropietario. Su marido inglés no daba palo al agua. Se alegró de tenernos en su Posada –nombre real– y me pidió un número de tarjeta de crédito, sin titubear.
Por escrito, radio, televisión y tertulias he dicho que los llantos a posteriori no sirven para nada. «¿Me han dejado una mesa de 12 vacía!» Cuando en el trabajo, familia, peñas, etc. alguien propone una comida o cena de Navidad, todos se apuntan. Euforia colectiva. Se llama al restaurante. «Mesa para... treinta y dos. Sí. Un menú para todos con copas, ¡eh! De acuerdo. El 23 de diciembre a las dos de la tarde. Gracias». El restaurante prepara –compra– la comida para ese grupo. Busca un par de 'extras', camareros por horas, para ayudar en el servicio. El dueño conoce a los de la empresa que llamaron. Desayunan allí.
Se vive la Navidad. No tocó la lotería, pero hay ganas de jolgorio. La organizadora del almuerzo avisa que es el día. ¿Cuánto cuesta, Charo? ¡45 euros por persona, con vino y un cubata! ¡No fastidies! Mi mujer iba a venir y la cosa se me monta en cien pavos (euros)... García se gira a sus compañeros y propone: «Mejor nos vamos de tapas a nuestro aire y hacemos risas, por ese dinero...» Total que, al final, de los treinta solo comen nueve. Otra situación. Cenas de amigos. ¡Voy a conseguir mesa para todos nosotros en el restaurante que está de moda! ¡Bien! Exclaman todos. ¿Cuantos somos? Catorce, pero lo mismo se apuntan mis primos. Sin problema, yo reservo. Mesa para 16 personas, soy amigo del dueño. Ok. El 31 por la noche. Y con champán francés. Nos vemos.
Llega la noche. Frío y aguanieve. El bebé tosió dos veces. En otra casa, la abuela se fue a la cena de la hermana. ¿Con quién dejar a los peques? Así, mil circunstancias. A Almudena y Borja los habían invitado los Solís de Altas Cumbres a su casa alpina; y el resto dijo que así no iban. Ninguno quiso –ni el amigo del cocinero– llamar para decir que no iban al pequeño restaurante de 10 mesas. Siempre hubiese habido posibilidad de alguna pareja despistada y no dejar 14 plazas vacías. Pero ni eso. Creo que lo han entendido mejor los lectores que los empresarios. Si hubiese pedido una tarjeta y que le avisaran al menos un día antes, no tendría gran daño económico en la cena de Nochevieja. El dueño de la tarjeta hubiese puesto cualquier excusa el día antes para que no le costase su dinero.
Todo por escrito. Copiar el anuncio. Lo suyo es pedir copia de lo que ofertan. Menú detallado. Tipo de bebidas y en qué proporción. Saber si hay copas incluidas, etc. Una periodista amiga cerró un menú. A los postres, el jefe de sala les ofreció degustar una espléndida ginebra y un whisky que le habían llegado. Ellos accedieron creyendo que, tras una gran comida –cara– era un detalle de la casa. Cuando les llegó la cuenta no tenían dinero suficiente y tuvieron que pedir a sus invitados. Una vergüenza hecha por el sinvergüenza maitre. El restaurante cerró. Seguro que la técnica del engaño fue aplicada en más ocasiones.
He visto locales que, por vender más, apilan su clientes en espacios insólitos y humillantes. Parte de la propiedad quiere dinero y figurar. ¿Recuerdan esa canción de Sergio Dalma? Con el que una madrugada de la antigua Barcelona cantábamos los ¿tres?... Una de dos... Pero esa es otra canción. Y uno de sus éxitos da pie para que recuerde a los sufridos camareros sirviendo. Con riesgo de tirar los platos y no poder llegar al los comensales. Apretados entre sillas y mesas. Aviso: la avaricia rompe el saco.
El otro extremo: el moderno local de muy pocas mesas y con lista de espera. ¿Cómo no haberla, si las mesas son de dos? Eso sí, el precio es familiar. ¡Vamos, como si hubiese invitado a toda la familia a comer! Y aquello no es minimalismo. Como dice mi amigo Leo Harlem: «Esto, lo que está es sin amueblar». Mesa de dos. Todo en susurros, como si de un confesionario se tratase o de las últimas voluntades. No se me ocurre ningún ditirambo para comer al ritmo que marca el camarero. Y a todo 'amén'. Hay que asumir el fielato de la pregunta de cada camarero al pasar por nuestra mesa: «¿Le ha gustado a los señores?»
Me apiolan cuando los camareros –algunos no cobran, pagan por trabajar en el local de moda– preguntan: «¿Cómo ha encontrado el señor el turbot. ¿Mande? Sí, el pescado; el rodaballo. ¡Que susto! Temí haberme equivocado. Pero me alegro de que me haga esa pregunta. ¿Que cómo he encontrado el rodaballo en mi plato? Pues por casualidad; debajo de una alcaparra». Este chiste –verídico– es de Leo Harlem, ya saben, mi amigo. Nuestra contraseña es: ¡Vivan los callos! Pero la vamos a cambiar en Año Nuevo. Me apasiona la cocina de vanguardia. Para poder opinar he gastado y viajado para comer en los más notables restaurantes del mundo. Pero la otra 'cocina fantasía' es timo.
La profesión no es siempre así. Hay, como en todas las ocupaciones, grandes señores y señoras. Para saber quiénes son, busquen quién tiene clientes. Ejemplo colindante, pongamos que hablo de Granada: los dos Asador de Castilla, Chikito, Huerto de Juan Ranas, Cunini, Mariquilla, Ruta del Veleta, Parador de la Alhambra, Garbo del Hotel Meliá Granada, Los Diamantes y El Trasmallo en Salobreña. Por supuesto hay más, algunos más, por supuesto.
¿Saben aquel que dice…? La pareja que está en una fiesta de Nochevieja y a las tres de la mañana se dirigen al guardarropa. Por favor –pide el marido, entregado el tique– ¿me da el visón de mi esposa? El joven del ropero mira con cuajo, y responde: «Disculpe, los visones se acabaron sobre la una de la noche». Tengan cuidado con los guardarropas, se les puede atragantar la cena. Ante la duda... ya saben el refrán.
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