El padre del cocinero gomero Braulio Simancas sentó a su familia un día y les dijo: «dejo la mar para embarcarme». Y al día siguiente abandonó la pesca para empezar una vida un poco más provechosa y menos penosa en aquellos grandes cruceros que hace ... 30 años todavía pagaban bien. En esos barcos había mucho trabajo, había que hacer de todo y de todo se sabía entonces porque no daba miedo aprender.
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Antes de aquello, faenaba como todos los demás y después se metía en la cocinita del pesquero a guisar rápido, consistente y rico. Que le hablen de producto, frescura y calidad a él, que tuvo que matar los pescados cientos de veces para poder echarlos a la olla. El padre de Braulio ha cocinado a bordo media vida. Su rancho no se parece al gaditano, ni al de Gran Sol, ni al de los arrastreros de Levante o los arrantzales de Getaria, pero no deja de ser lo mismo: dosis de gloria bendita, energía y salud.
Hasta que llegó el turismo, la bonanza de La Gomera venía de la conservera que un día desapareció dejando los pueblos otra vez vacíos. La gente se tuvo que marchar de nuevo. Algunos le dieron otro nudo a ese viaje de ida y vuelta que varias generaciones de gomeros habían hecho antes: a Venezuela. Otros, a la Península, porque eran años de desarrollismo y oportunidades también allí. Cuando abrió el primer hotel en la isla muchos regresaron y se trajeron de vuelta sus vidas y el conocimiento de lo que habían comido.
La isla, el horizonte azul que a los de tierra adentro ahoga en su finitud al cabo de una semana, es la vida para los isleños, tan parte de ella como las piedras. La cultura culinaria gomera está vinculada a la subsistencia y al producto disponible, milla cero se diría si no fuera porque hay días en que hay que navegar muchas horas para volver a casa con un jornal digno.
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Pero al tiempo es una culinaria de paso, de destierros voluntarios y vueltas, de fusión con los productos y los gustos del medio mundo por el que los gomeros se han tenido que desparramar. Las raíces están bien profundas en el suelo volcánico, pero los vientos que vienen de todas partes salan y perfuman las hojas con lo que trae cada uno.
Braulio Simancas es hijo de todo aquello. Borda la conserva de atún aliñado con tomate y vinagre de vino canario –nuestro bonito, el Thunus alalunga– con la que recibe a sus clientes. La conservera que se fue un día dejó al menos como herencia a los gomeros todos los saberes para procesar el pescado. En su Silbo Gomero, una casita en un barrio humilde de La Laguna (Tenerife), sirve también Simancas el mejor almogrote, esa pasta de buen queso viejo de cabra añejo y duro con ajos, pimienta picona y aceite, que yo recuerde. Santo y seña para explicar en dónde acaba de sentarse uno.
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A Braulio le ha pasado con el Silbo como a los gomeros con la isla. Se pueden ir por un tiempo, pero siempre vuelven. La esperanza de la cocina canaria, el más autóctono y más fresco, fue llamado por uno de los grandes hoteles de Tenerife, el Bahía del Duque, para pilotar su restaurante Las Aguas. Allí se pasó casi una década dando producto y gusto canario a los turistas de altos vuelos, afinando el recetario para que les fuera atractivo en una aventura que quizás llegó antes de tiempo, antes de que el turismo madurase culinariamente. Pese al camino dibujado por el gran Escoffier, ya saben lo difícil de las relaciones entre los hoteles y la gastronomía. Suelen ser cortejos intensos de amantes que no siempre se acaban queriendo bien del todo. Así que andando el tiempo, el gomero se volvió a su Silbo, donde guisa libre y sin corsés una fusión entre lo que le da el mercado y lo que le da la gana.
La visita de esta semana es demasiado corta para dar cuenta de la carta, pero suficiente para sentir la sinceridad del cocinero. Las lapas negras asadas, las crocantes en boca, no las chiclosas, ya saben, las sirve con un pilpil de pescado y un mojo de cilantro que bien podrían ir en el mismo plato, en clave contraste marinero, con las kokotxas en salsa de Elkano. Más desnudo aún, pero igual de sabroso, sale el baifo o cabrito lechal canario hecho a baja temperatura, pero sin la aburrida melosidad de algunas carnes que se cocinan en serie con esta técnica capaz de convertir en pasable casi cualquier pieza.
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Como colofón –aunque no sea el último pase sino uno de los entrantes– les hablo de una papa negra de textura casi de parmentier natural y sabor largo como no recordaba, simplemente cocida con sal y acompañada por un mojo rojo superlativo. La sorpresa puede ser aún mayor cuando surge de lo conocido que cuando brota de lo desconocido.
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