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Estamos en deuda

Un comino ·

En este mundo son minoría los que pelean por un proyecto gastronómico en el ámbito rural

benjamín lana

Sábado, 9 de noviembre 2019, 22:15

En la gastronomía también hay deudas históricas y desmemorias. Las hay con personas a las que no se ha reconocido como se merecen y también con territorios, ecosistemas o formas de vida. En este siglo XXI de reivindicación de derechos por encima de todas las cosas aún no se escucha a todos, aunque por el ruido de la conversación global parezca imposible. Y eso que son una 'minoría'; es el modo de segmentación de seres humanos por excelencia en este momento histórico. Ya saben. Si el siglo XX fue el de las masas, éste es el de las minorías.

En este mundo son minoría los que pelean por un proyecto gastronómico en el ámbito rural. Los que no se conforman con dar de comer cualquier cosa en esos territorios del interior que bullen durante las vacaciones y algún puente y se hunden en la invisibilidad y el silencio durante más de doscientos días al año. Los que empujan a sus vecinos a criarles pichones o pollos de suelo que tendrán que pagarles como sea, a plantar tomateras de las que dan poco pero rico, a madurar algún queso en cuevas como se hacía antaño o a perder el tiempo en sembrados sin sulfatar, que más veces que menos no dan ni para lo puesto. Los que exploran en su historia gastronómica familiar o vecinal para encontrar verdades y suculencias primitivas, los que revisan huertas y sembrados, a veces propias y otras no, los que solo cogen o compran las setas que están en su punto.

Lobos solitarios o familias que retornan al principio geográfico de su estirpe o que luchan a brazo partido para no tener que irse de donde siempre fueron. Tipos que hacen de guías y de exploradores nativos para los 'urbanitas' que llegan a empaparse de autenticidad por un rato a sus casas, algunas con estrellas ganadas en titánica lid, otras con humildad y sencillez, pero siempre con los ojos limpios y los corazones limpios. Vecinos cocineros que conocen por el nombre de pila y el apodo al vecino pastor, al vecino furtivo y al vecino bodeguero. Hombres y mujeres de manos fuertes que saben lo que es hacer cero en el comedor tres días seguidos sin venirse abajo.

El 'copyright' de la autenticidad

Hablo de los que alimentan con verdad, como la harina fresca a la masa madre, el universo conceptual que sostiene el discurso gastronómico global. Suyo es el 'copyright' de la autenticidad, la identidad y el territorio. A ellos les pertenecen las palabras producto y cercanía, hasta la palabra kilómetro que en el pueblo nunca precede a cero. Qué sería de los restaurantes más punteros de Barcelona, Copenhague, Londres o Nueva York si tuvieran que devolver esas palabras, si a la hora de defender su cocina no pudieran publicarlas en ninguna revista o red social, ni siquiera usarlas, ni conjugarlas con otras para parecer más verdad. No quiero que suene solemne y por ello, en broma, les propongo que instauremos un impuesto nuevo para compensarles. No se asusten. Es lo que toca en estos tiempos. Impuestos. Unos partidos dicen que menos por la mañana y otros proponen muchos más por la tarde. ¿Qué tal si los urbanos les pagamos una cantidad a los rurales por usurparles sin cita a pie de página lo poco que tienen, por beber de su pureza, por construir las cartas de los restaurantes de Jorge Juan con lo que ellos sostienen en inviernos duros como los de antes, en jornadas a la espera de un pase de ave milagroso sobre el cielo o de un hongo caprichoso en una raíz de encina? Un impuesto en el que los citadinos, en justa correspondencia, retribuyen a los que siguen manteniendo abiertos los caminos, las tascas, la esperanza de tantos pueblos… y sus restaurantes, luces amarillas que avisan de que el territorio no se ha rendido. Entiendo la sorpresa y comprendo la elevación de cejas, la sonrisa nerviosa…¿qué dice este 'chalao' del Comino?

No se preocupen. Ahora, tan solo tres líneas después, les libero del cargo. Ha durado poco este impuesto, no como los que han de venir, no sufran. ¿Y si a cambio de que ellos sigan sonriendo, agradecidos, cuando vamos a sus casas con olor a leña quemada y nos dan lo mejor de sus mundos y nos hacen partícipes y cómplices de una cultura superior que como los pimientos choriceros de antes, son mejores aunque produzcan menos, nos preocupamos por ellos? ¿Qué les parece si les ayudamos a superar sus problemas de temporalidad y de visibilidad -en una semana en una capital pasan más periodistas y críticos que por un restaurante rural en cinco años- si les defendemos como se merecen por guardar nuestras esencias, ayudar con un extra a sus jubilados y hacerse cargo del planeta mientras nosotros viajamos por el mundo a 300 megabytes por segundo? Yo ya les he dicho que cuenten conmigo.

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