En la cocina directa, aquella que se ejecuta sin recetarios rígidos ni procesos excesivamente sistematizados, el estado de ánimo tiene una importancia decisiva, cosa que no ocurre cuando todo está planificado y previsto. ¿Quién no ha conocido alguna gran casa donde la perfección resulta insulsa ... y aburrida? Si en los fogones oficia no solo un cocinero, sino varios con complicidad extrema, pasándoselo bien y pasando de los egos de cada cual, casi seguro será una gran comida. Pese a todo, ya se sabe que hay días en que se toca y se canta y aparece el duende y otros en los que no. Este martes sí se apareció en el restaurante Arima de Madrid, ese pequeño local con raíz de caserío y modos de chupa de cuero que regentan Nagore Irazuegi y Rodrigo García Fonseca, un islote de cocina fina aparentemente acanallada pero muy seria al que se le pueden criticar pocas cosas, aunque alguna sí: su tamaño, aunque parece que eso puede tener remedio a no tardar mucho. Ojalá.

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Lo que se planteó como una reunión de amigos en Madrid, una visita a los anfitriones, terminó en una de las comidas más interesantes que he tenido en los últimos meses en la capital. Un encuentro rebosante de ilusión y adrenalina planteado como un único servicio. Un concierto de militantes que comparten una misma visión de la cocina como oficio y forma de vida, de compromiso con la pureza y la cadena completa de personas que intervienen desde la tierra y el mar hasta la mesa.

Iñaki Azpitarte

Bajo el nombre de 'French Connection' se reunieron algunos de los rebeldes de la cocina francesa, la mayoría de ellos instalados en el País Vascofrancés y alguno en París, como el chef de Le Chateaubriand, Iñaki Azpitarte, aunque la noticia que allí surgió es que ya ha encontrado un espacio a su gusto para abrir un local en San Juan de Luz, lo que supondrá el retorno a su tierra y el refuerzo de ese movimiento de cocineros alternativos que se están reuniendo en la zona.

Azpitarte es el más conocido de todos, uno de los neobistronómicos más aclamados del país, un tipo seguro de lo que hace que recibió una estrella Michelin y la perdió al poco tiempo sin que ninguna de las dos circunstancias influyera en su modo y sus ganas de cocinar. Suyos fueron el tartare clásico frenchie de vaca rubia gallega pleno de mordiente vegetal y toques anisados, la sorprendente, por su delicadeza, terrina de morcilla con puré de patata raifort, semilla de cacao y también su afamado tocino de cielo con una yema madurada y sin rastro de azúcar. Cocina directa con mucho fondo.

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Antoine Orjolet, lionés, un trotamundos que ha cocinado desde Bali hasta Noruega, donde consiguió una estrella Michelin, ahora al frente de los restaurantes Epoq y Elements en Biarritz, fue otro de los mosqueteros en plena forma. 'Vanity Fair' le bautizó como el chef punk de Francia, pero sus platos, como los espárragos con queso vegetal de pistacho y flores o un talo de maíz con kokotxa a la brasa con abundante cebollino, ajoblanco y anacardos fermentados tienen mucho más mensaje que la protesta. La chuleta de sasi ardi, una sorprendente pieza por su enorme tamaño y delicadísima en sabor, fue uno de los platos con más mensaje por su denuncia de los prejuicios y la defensa de una especie que si no se consume más terminará desapareciendo. David González, madrileño instalado en Biarritz desde hace una década cuando su vocación tardía le llevó a cambiar de vida, es su socio y también cocinero de Epoq, y uno de los más activos de esta tribu que, como las Brigadas Internacionales, cuenta con diferentes nacionalidades.

Luke Dolphin, australiano, cocina solo y produce en su restaurante de Bidart, L'Antre, casi todo lo que sirve, desde el pan hasta los quesos. Suyos fueron un corazón de ternera asado con crema de girasol, una berza asada con mezcal y agua de tomate fermentada y los quesos de pasta blanda que cerraron el menú. Pura radicalidad, señores.

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Perspectivas

Rodrigo García Fonseca, el anfitrión, otro autodidacta que llegó a la cocina a la edad a la que otros ya se han cansado, ofreció los platos menos rupturistas, quizás por el uso de ingredientes nobles y su pertenencia al imaginario culinario de los vascos del sur de los Pirineos. Todo es cuestión de comparación y perspectiva, ya saben. Si normalmente su cocina sorprende por los toques de ejecución precisa y alternativa sobre un gran producto, ante la radicalidad de sus compañeros sus platos parecían salidos de la mano de un Arbelaitz. Sus guisantes lágrima con fondo de manitas, yema y emulsión de cebollino, e incluso el chipirón brasa con salsa negra y beurre blanc parecieron pura ortodoxia post-revolucionaria vasca.

Entre los mosqueteros estaba otro amigo, Antoine Arrau, de Chateau Lafitte, de la D.O. Jurançon (en el suroeste de Francia) que propuso lo más interesante de la parte líquida de la comida, entre ellos su Argile, uno de los vinos naturales mejor vinificado, 100% petit manseng, y su más clásico Lafitte sec.

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