Aunque todo es opinable, personalmente considero a la gamba el más sabroso de los mariscos. La roja, claro. Mucho más intensa, más pasional, frente a la delicadeza de la blanca, más fina y aristocrática. Comerse una gamba roja es un estallido de mar en la boca, el yodo y la sal en forma de delicada carne, con el contraste dulce y con un punto metálico que nos llega cuando chupamos (siempre con las manos, por favor), su cabeza. Simplemente hervida en agua de mar (la plancha me parece menos adecuada si es de auténtica calidad) se trata de un bocado excepcional.
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Esta gamba roja es la reina del Mediterráneo, donde tiene diferentes apellidos según los puertos donde se comercializa. Incluso alguna trasciende los límites mediterráneos como ocurre con los alistados de Isla Cristina (Huelva). A lo largo del tiempo he tenido la oportunidad de probarlas prácticamente todas. Y para ser sincero apenas he notado diferencias entre unas y otras.
Por eso me interesó mucho la invitación que me hizo un restaurante madrileño especializado en pescado, El Señor Martín, para participar en una cata de cinco gambas rojas procedentes de diferentes puertos. Dirigida por su cocinero, Alfonso Castellano, la cata incluía piezas de Palamós, Tarragona, Denia, Garrucha e Isla Cristina. Todas capturadas el mismo día, todas hembras, todas del mismo calibre y todas cocidas de igual manera. Apenas había diferencias de tamaño entre ellas. Sí de tonalidad, un elemento que no influye en su calidad y que está condicionado por la mayor o menor profundidad a las que se han pescado. Más rojizas las capturadas más cerca de la superficie.
La cata era ciega. No sabíamos por tanto la procedencia de cada una para que no influyera su 'apellido'. Aspecto similar, cabezas bien llenas y con intenso sabor, cuerpos compactos, carnosos y suaves. Sí encontré leves matices, marcados supongo por la profundidad de captura o por la alimentación que hubiera tenido cada una en los días previos. Pero incluso las procedentes del mismo puerto presentaban esas mínimas diferencias entre ellas.
Había en la cata gente que sabe mucho de esto. Y reconozco que no dimos una. Cuando supimos los orígenes descubrí que la que más me había gustado era el alistado de Isla Cristina, opinión en la que coincidí con la mayoría de mis compañeros de mesa. Luego, siempre dentro de esos mínimos matices, la de Garrucha. En cualquier caso, la conclusión, que no va a gustar a mucha gente, es que confirmé mi impresión de que todas las gambas rojas de nuestras costas son prácticamente iguales.
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