Tan pronto como llegó, se fue. El 8 de marzo vino con su alud de artículos, reportajes, listas y especiales dedicados a las mujeres y ... luego, con los deberes supuestamente hechos, hizo luego mutis por el foro, orgulloso de sí mismo. Esta semana se ha hablado de mujeres en el arte, la ciencia, la historia, la filosofía, la literatura y, cómo no, también en la gastronomía. Se han desempolvado referencias que durante los otros 364 días del año no interesan demasiado y se han elegido por enésima vez las diez, veinte o cien féminas más influyentes de la gastronomía (por otro lado, casi las mismas de siempre), los «mejores planes para reivindicar la igualdad de las mujeres en la gastronomía» –titular verídico–, ocho vinos elegidos por ocho mujeres, o los «ocho restaurantes dirigidos por mujeres que debes conocer». El guiño al número 8 debe funcionar como un tiro, porque nunca falta.
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Les ahorro la mención a otras mil noticias relacionadas con el tema que, ya bienintencionadas o vergonzosamente oportunistas, aparecen por estas fechas como setas tras lluvia y sol. Me aburre solemnemente la anual aparición de estos recordatorios, no por innecesarios –nunca lo son– sino por calculados. Por 'aprobetxategis', que dirían en mi pueblo. Especialmente porque al mismo tiempo suelen salir a la palestra ciertos tópicos aberrantes como los de la cocina hecha con amor, el arte de las abuelas y otras cursiladas.
Es hora de admitir que no todas las abuelas han cocinado bien, y menos que lo hicieran por puro amor. Muchas mujeres han guisado por obligación, con rabia o hastío, y a pesar de ello han sacado la comida siempre adelante. Mejor o peor, con más o menos devoción por el proceso, como fuera. Porque comer es una necesidad vital y proveer alimentos un cometido parental casi ineludible. Que la manduca resulte además de nutritiva, placentera, es una ventaja que todos podemos reconocer.
Saber transformar un alimento crudo en un bocado agradable puede que no nos parezca indispensable en la ecuación de la existencia humana, pero admitirán ustedes que lo hace todo más fácil. Los niños no lloran, los mayores se quejan menos. La razón de que esa tarea haya recaído en manos femeninas desde el albor de los tiempos la trataremos otro día, al igual que la preponderancia masculina en los fogones profesionales o de prestigio.
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Ambas cuestiones tienen demasiada tela que cortar como para zanjarla en una página y yo a lo que venía hoy era a hablarles del peligro que esconde la romantización de la cocina. Subida durante el último siglo a los altares del arte, la gastronomía que creemos relevante ha dejado de ser artesana para ser creativa. El culto a la innovación, a la creatividad y al genio de marras han relegado en nuestro escalafón de lo deseable a lo simplemente bueno. A lo rico, lo sabroso, lo perfectamente ejecutado. Nadie quiere ser intérprete, sino inventor y no creo que ustedes se sorprendan si les digo que la mujer ha sido tradicionalmente más lo primero que lo segundo. Y no por falta de disposición ni de ingenio, sino más bien por un cúmulo de falta de oportunidades y tiempo.
De eso tuvieron de sobra, curiosamente, la mayoría de las mujeres que se suelen nombrar como grandes pioneras de la gastronomía. Privilegiadas en cuestión de cuna, posición económica o educación fueron muchas de aquellas que se suelen señalar como referentes: desde María Rosa Calvillo de Teruel, señora bien y autora en el siglo XVIII del primer recetario manuscrito femenino, hasta Dolores Vedia Goossens, otra señora bien y burguesa bilbaína de pro que publicó en 1873 el primer libro de cocina firmado por una mujer en España.
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De clase alta o al menos desahogada (lo suficiente como para no tener que dedicarse al trabajo manual) fueron también otras pioneras y musas de esta sección como doña Emilia Pardo Bazán, Eladia Martorell, María Mestayer alias la marquesa de Parabere, Carmen de Burgos o Simone Ortega.
Lo mismo podríamos decir de iconos de la historia culinaria internacional como Julia Child, MFK Fisher, Isabella Beeton o la misma y revolucionaria Judith Montefiore. Todas ellas tuvieron mérito y sobrado talento, pero también pudieron aprovecharse de la ventaja de partir de una plataforma –pecuniaria o intelectual– de la que otras mujeres carecían.
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Por eso en esas listas de maravillosas pioneras faltan siempre las pobres, las iletradas, las que se empleaban entre fogones por obligación antes que por devoción. Por no haber tenido capacidad o tiempo para dejar obra escrita ha sido pasadas por alto, y resulta mucho más complicado rastrear su presencia en la historia. Quizás algunas de ellas fueron, además de esforzadas trabajadoras, verdaderos genios de la cocina, pero no han dejado rastro.
No sé quiénes fueron esas cocineras de la foto que, en 1953, alimentaron al botánico suizo Werner Lüdi y sus acompañantes durante una expedición científica por la riojana Sierra de Cebollera. Pero allí estuvieron, cocinando con primor, arte, rabia o algunas veces indiferencia. Dénme buenos guisos: la creatividad y el «pionerismo» están sobrevalorados.
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