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En los restaurantes existen muchas más energías que las que se usan para cocinar la comida o iluminar las mesas. Están llenos de fuerzas e indicadores que se sienten nada más entrar por la puerta o en cuanto empieza la función. Solo hay que percibir ... las vibraciones que se transmiten, la verdad de las sonrisas que te reciben, la cara de un cocinero veterano o repasar cómo se hizo el montaje de tu mesa. Antes de empezar a abrir la boca te puedes hacer una idea de lo que se cuece. Incluso en locales decorados por un estudio famosísimo y mucho dinero, sitios despampanantes, se puede notar si todo aquello es puro vestido de gala, pelo postizo, o si realmente refleja el espíritu de los que habitan la casa.
Aún no había podido visitar el nuevo restaurante de los hermanos Torres en Barcelona, ese antiguo garaje en el que se han enclaustrado voluntariamente para culminar el sueño de toda una vida y que, según todo indica y si se hace justicia, no está muy lejos de completarse. La nave industrial de la calle del Taquígrafo Serra acoge en su interior un espacio diáfano en el que las zonas de cocina destacan por encima de las de sala, clara declaración de intenciones. No piensen en uno de esos espacios industriales. Es justo un punto entre lo funcional y lo contemporáneo con toques de estilo y una belleza contenida que se percibe como muy personal. Antes de abrir la boca todo indica que allí va a pasar algo.
Los hermanos Torres son para miles de personas como unos sobrinos o unos nietos de Barcelona. Han compartido tantísimas horas en la cocina –aunque fuera cada uno en la suya– que son de la familia. Esa existencia llena de popularidad y su propósito único y firme en la vida de alcanzar su sueño los ha mantenido un tanto alejados de la tribu de los cocineros de la élite a la que pertenecen, a veces quizás hasta un poco minusvalorados por un tonto prejuicio. Desde siempre han ido un poco a lo suyo.
Ya han contado que su abuela Catalina, andaluza de Linares, tiene la culpa de todo, por hacerles felices a diario dos veces al día con sus guisos cuando eran niños y convertir cada comida en una fiesta. Siempre he dicho que la transmisión del amor a través de la comida es una de sus formas más puras y generosas y que en ellos prendió en forma de vocación inquebrantable. No era muy usual en aquellos años 70 que unos hermanos de nueve años anunciaran con determinación a sus padres que querían ser cocineros y que mantengan su propósito hasta cumplir los 50.
Su historia es una versión contemporánea de aquellos héroes griegos que recorrían el mundo entero con el firme propósito de comprenderlo y algún día regresar, victoriosos, a su Ítaca particular. Pasaron por grandes casas –Neichel, Akelarre, Alain Ducasse, Racó de Can Fabes, Philippe Rochat, cada uno en unas diferentes– para tratar de aprenderlo todo y volvieron a reunirse, como habían planificado de niños, para seguir juntos el camino de vuelta. Mucho trabajo y quizás la suerte de ser gemelos les franquearon las puertas de la televisión que tanto les quiso, en la que consiguieron el dinero y la visibilidad suficientes par avanzar en el camino trazado, abrir el restaurante de sus vidas y conquistar el sueño que les ponga en el orbe triestrellado.
Si yo trabajara en la Michelin habría al menos tres restaurantes que lucirían la tercera estrella en su fachada: Camarena, BonAmb y Hermanos Torres. De los primeros ya hemos hablado en otras ocasiones, así que volvamos a los hermanos. Toda esa energía que describía párrafos arriba es palpable también cuando llega la hora de comer. Su cocina es una precisión técnica incuestionable, con fondos profundos y limpios y ejecuciones de neurocirujano.
No es sentimental, ni rupturista del todo. A veces basan sus platos en la memoria, como la crema de cebolla de la huerta de su padre con parmesano y trufa de verano, y otras juegan a interpretar con libertad viajera las cocinas o los productos del mundo, como es el caso de la moqueca brasileña de mariscos, interpretada a su manera, con azafrán y coco.
Hay momentos sublimes, como el cochinillo ibérico de su propia finca extremeña asado con albaricoques, tamarindo y migas de pastor. Posiblemente uno de los más sabrosos, crocantes y desgrasados que recuerdo. Un plato que en sí mismo podría merecer un restaurante solo para servirlo. Hay otros, como es el caso del salmonete asado con emulsión de hierbas, que todavía tienen recorrido de mejora, pero, en general el menú mantiene con holgura el nivel que se le puede exigir a un restaurante en lo más alto.
Dicho sea de paso, accesible, en términos culinarios, para cualquier tipo de público porque no hay excentricidades sápidas ni rupturas conceptuales que puedan incomodar a algunos. 235 euros me parece justo visto el despliegue de personal, medios y productos. En la copa, las posibilidades de la casa son más que notables y siguen creciendo, aunque aquí ya saben que cada uno bebe de una manera y con un presupuesto determinado. El maître Pablo Sacerdote y el sumiller Koldo Rubio destilan conocimiento e ilusión a raudales, eso sí les digo.
PD. Es interesante destacar que todo esto les llega a los cincuenta años, después de toda una vida de trabajo, sin que les hayan regalado nada. Alguna enseñanza creo que dejan para estos tiempos.
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