Amí siempre me han interesado más las intendencias que las tendencias. Sin llegar a ser el pitufo gruñón, el amigo 'antimodas', he tendido siempre a defender el reserva antes que el prosecco por más italiano que sea el bebedizo. Me entrené ya de 'txikito' siendo ... oficialmente el único apasionado por el be bop, el cool y el jazz de los 50, en aquellos años en los que no había plataformas musicales, sino el catálogo del Discoplay y los festivales de Vitoria y Getxo, los únicos a los que podía aspirar un menor de edad vizcaíno.
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Sé que lo más habitual en todas las columnas sobre el comercio y el bebercio que se escriben en estas fechas es hablar sobre las tendencias del 2023 y lo que nos dejó el 2022, con más o menos gracia, tino o retranca. De todas las que leo por ahí la única que me interesa es esa que llaman 'nostalgia culinaria', de la que ya hemos escrito algo, así que no me enredaré más. Lo de la 'diversificación del consumo', la 'sostenibilidad' y lo 'digital' creo yo que son muletillas que valen para todo, menos para la ropa interior. Ahí yo me sigo viendo analógico. Así que sobre lo que ha de venir no me voy a pronunciar mucho porque llevo unos años en los que aquello presuntamente nuevo que llega, en general, me entristece, y no hablo solo de la guerra de Ucrania, que también, ni del COVID y Rosalía.
Puestos a contaros un no cuento a vosotros, los 300, los que seguís ahí en estas Termópilas periodísticas de este siglo nuevo que ya se ha apoderado de dos décadas y media casi sin darnos cuenta, repito que prefiero hablar de intendencias que de tendencias. Los modernos de la cosa rápidamente me traducen lo de 'intendencias' por producto, que es con el nombre con el que ahora se acerca uno a lo presuntamente indiscutible por aquello de que se origina en la naturaleza y aún no ha sido objeto de mucha transformación, pero para mí intendencia habla de muchas más cosas.
La primera acepción del diccionario de la RAE dice, de hecho, «dirección, cuidado y gobierno de algo», lo que no es baladí. Los de intendencia nos ocupamos de las cosas serias, por tanto. Nos enrolamos en un cuerpo destinado al abastecimiento de los demás. Y no me van a negar después de cinco años y pico hablando de lo mismo que darle a la mandíbula, a la espumadera, la copa o la bandeja no es una actividad trascendente, a la postre –o incluso al segundo plato– tan relevante y tan obra humana como las artes plásticas o lo de Rostropovich. Atender, «hacer felices a los demás», como dicen ahora los que mejor atienden las mesas de esos lugares mutantes llamados restaurantes.
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Este no cuento empieza en la palabra 500 del texto, en el Cinquecento, momento en el que se impuso el antropocentrismo humanista, en el que se recuperó la antigüedad clásica y la imitación de la naturaleza, eso que llamaron 'Rinascimento' o Renacimiento. ¿Acaso no estamos en algo parecido en la culinaria contemporánea? Yo veo esa suerte de corriente ancha, sin límites exactos, con muchas tendencias incluso contrapuestas que conviven en un momento de la sociedad postmoderna en el que el futuro es incierto realmente por primera vez después de la Segunda Guerra Mundial.
Retorna el clasicismo francés de Escoffier, las parrillas y las técnicas ancestrales de cuidar la viña y vinificar las uvas. Regresan las cocinas tradicionales previas al mayo del 68. Vuelven a cocinarse platos y a organizarse campeonatos para elaboraciones que hace más de medio siglo habían desaparecido de las cartas. El hombre como centro de todo, quizás, por desgracia, hablemos en esta ocasión más de egocentrismo que de antropocentrismo, el yo no solo pensante sino emisor por encima de todas las cosas, a diferencia de lo que ocurría en el siglo XVI.
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Y en tercer lugar –o en primero, según se mire– la asignación a la naturaleza del papel de oráculo principal, como fuente en la que justificar no solo nuestro lugar en la tierra sino nuestro quehacer casi diario, una mirada que la sitúa de nuevo como entorno a proteger porque no tenemos una alternativa para vivir, sino también como espacio principal de inspiración y de acumulación de fuerza conceptual e ideológica, quizás la única de carácter mayoritario y universal de cuantas intervienen en la vida que vivimos a las puertas de este 2023 de incierto camino.
Como todos los retornos, éste no es idéntico a los anteriores, ni en forma ni en dimensión, pero si avanzamos en la idea de darle más espacio a los hombres llanos que a los dioses, reconocemos la importancia del pasado con toda su riqueza y su inmensidad y abrimos los ojos como lo hicieron en aquella Florencia de entre los siglos XV y XVI a las enseñanzas de lo natural, quizás este 2023 en lugar de tendencias espurias nos deje un hilo con el que volar esa cometa de una suerte de renacimiento culinario que no sea flor de un día y nos dé paz, luz y esperanza al menos por una década más.
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