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Salitre mediterráneo

Salitre mediterráneo

Un comino ·

Como toda actividad cultural viva, el espeto mantiene su particular polémica entre la tradición y la vanguardia, en este caso marcada por el uso incipiente de varillas de acero para espetar en lugar de las tradicionales cañas

benjamín lana

Viernes, 16 de agosto 2019, 21:44

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Desde hace años, el verano propiamente dicho empieza con la compra de salazones tiernos en el mercado de Dénia. Mojamas de atún y huevas de mújol a media curación en las que el cuchillo penetra sin apenas hacer esfuerzo, piezas plenas de sabores yodados y recuerdos nítidos a pescado porque aún mantienen a raya los puntos metálicos que adquieren cuando se secan demasiado. El bonito (Sarda Sarda, no confundir con el del Norte, Thunnus Alalunga), suave, casi cremoso en la boca si se encuentra al punto, se convierte en un bocado inconmensurable con tan solo rociarlo de un buen aceite. Si además hay disponible un tomate de esos que ha conocido muchas horas de sol y no sabe qué es el riego, es la gloria.

Todos los pescados juntos en un plato hablan de mar, sal, aire e historia milenaria. El salado como aperitivo tras el primer baño, con las chicharras sonando de fondo, inicia un ritual que se va completando con los azules cambiantes que se pintan en la terraza y el olor de la tarde, salino y limpio. Vacación.

Antes de Dénia hubo preveranillo, esos primeros días en los que el tiempo de trabajo y el de descanso siguen abrazados, sudando juntos sin poder soltarse. Apenas han pasado unos días, pero pareciera que fue hace siglos. Entonces mandaban los espetos malagueños, esa cúspide de la cocina popular, las sardinas al punto del Morata, a cinco euros la media docena, placeres de reyes para todos los públicos, ceremonias de adaptación a otras temperaturas y ritmos vitales con la ayuda de unas conchas finas y alguna fritura de campeonato como solo se fríe en el Sur.

El asado vertical de pescado trinchado en cañas se ha extendido en los últimos años a otras especies de mayor talla como doradas, borriquetes o calamares y empieza a recibir un reconocimiento que va mucho más allá de las costas malagueñas. La técnica ha evolucionado, pero aún no ha encontrado en otros pescados mucho más caros la magia de las sardinas, al menos yo no he tenido la suerte. A casi todos les falta la grasa suficiente para poder caramelizarse y aguantar sin secarse el tiempo de cocción necesario para alguien tan grandote.

Caña o aluminio

Como toda actividad cultural viva, el espeto mantiene su particular polémica entre la tradición y la vanguardia, en este caso marcada por el uso incipiente de varillas de acero para espetar en lugar de las tradicionales cañas. Para algunos es un tema de comodidad y sobre todo de salubridad, para la mayoría un anatema cultural y una barbaridad gastronómica, puesto que la caña que abre transversalmente las carnes permite que el interior se ase correctamente y evita que la grasa del pescado se desparrame varilla abajo, como ocurre con las de acero inoxidable, que además acaban alcanzando temperaturas tales que producen un efecto plancha en el interior del pescado.

La vida plena, en versión popular, chiringuito o restaurante de playa, no llega hasta superar el momento de la docena de gambas rojas per cápita. En estos entornos de bañador y chanclas el calibre desciende, pero no quiere decir que sean peores. Impresionan menos que las de Quique Dacosta, el Faralló o el Pegolí, auténticos tyrannosaurus en versión crustáceo, y exigen mucha pericia para no pasarlas de punto, pero son absolutamente deliciosas bien cocidas en agua de mar o a la plancha-sal, como las sirven en el Peix y Brases de Dénia, evitando el calor directo del metal gracias a una capa de cloruro sódico, dirían los modernos, que modula la temperatura sobre la gamba y que al tiempo sala su carne con un punto de mordiente más que sabroso.

En la reserva india

La Marina Alta da para mucho más sin necesidad de meterse en el lío de los arroces, un asunto tan personal como el color de los calcetines –si quieren lo vemos otro día–, ni en el de la alta cocina, temática del próximo Comino, que de nuevo se inspirará en estos mundos que distan poco de Ibiza aunque no se le parecen, que no están lejos de Valencia aunque nada tienen que ver con ella, salvo un porcentaje alto del paisanaje que reciben en el verano, ni tampoco con Alicante, capital legal de estos lares pero territorio ajeno como lo fue Flandes.

Aquí se vive en una suerte de reserva india abierta a todos los públicos, a un mix entre Las Vegas y un Miami mediterráneo, con sus cosas buenas, populares y elitistas, conviviendo en armonía casi perfecta. El primer tiempo de verano, el agosto que precede al 'ferragosto', dígase la Virgen, momento a partir del cual el propio mes y la gente que lo milita se empieza a poner nerviosa, es la plenitud de todos los sentidos, así se tengan dos años y la cosa vaya de agotarse en el agua tibia embadurnados de arena, veinte abriles y todo termine cada noche con un amanecer clandestino o más de cincuenta y el fin de cada día lo marquen una amigable botella de fermentado y las campanadas de cenicienta.

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