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JESÚS LENS
Viernes, 24 de mayo 2019, 01:54
La palabra 'crudeza' no tiene buena prensa. Tampoco es de extrañar, dadas las definiciones de la RAE: «Cualidad o estado de algunas cosas que no tienen la suavidad o sazón necesarias. Rigor o aspereza».
Sin embargo, para los amantes de la buena mesa, la crudeza es una cualidad cada vez más buscada, mejor aceptada y ampliamente demandada. A Rafael Arroyo, el chef de El Claustro, por ejemplo, le gusta mucho el carpaccio de quisquilla, «por su textura grasienta y su sabor a marisco».
Por su parte, José Caracuel, de Casa Piolas, se debate entre el carpaccio de ternera y el tartar de atún. Finalmente y después de pensarlo, se queda con el atún: «El sabor es más fresco y liviano y se puede jugar más con los aderezos: la salsa de soja, el wasabi, el jengibre, la salsa de ostras y algún crujiente de algas».
¿Les gustan a ustedes los crudos o todavía les da regomello? Les confieso que, personalmente, cada vez los disfruto más y procuro buscar cartas que los ofrezcan abundantemente y con generosidad. Otras dos recomendaciones, en Granada: para los pescados, 'La Causa' y su herencia japo-peruana. Para las carnes, la pizzería Altamura y su maravilloso steak tartar clásico.
A la hora de servir carne y pescado en crudo, un buen restaurante se la juega. Antes, para pedir un carpaccio o un steak tartar tenías que estar muy convencido, confiar mucho en el cocinero que te lo proponía. Ahora, es habitual encontrarlo en cada vez más cartas y menús.
En mi evolución como comensal he pasado de las carnes churruscantes, negras como el hollín; a los solomillos y entrecots al estilo Tarantino: tan poco hechos que sangren al pincharlos. Y, claro, de las carnes poco hechas a la carne cruda, apenas hay un paso...
Sin embargo, todavía no he probado la recomendación que me hace Álvaro Arriaga, por muy noir que sea: tartar de corazón de vaca. Ni lo he probado ni me veo capaz de hacerlo, al menos, en el corto plazo. ¿O sí? El tiempo lo dirá...
En mi querencia por el steak tartar -el convencional- influye mucho la mística y la sonoridad del nombre de uno los clásicos por excelencia de la carne en crudo. Lo escucho y, sobre la marcha, me transporto a las estepas de Mongolia. Me veo en mitad de la hierba mecida por el viento o junto a una yurta, frente a los rescoldos humeantes de una hoguera, acompañando a las huestes de Gengis Khan.
El origen legendario del steak tartar lo sitúa en un espacio muy singular: exactamente entre el lomo de los caballos de los jinetes mongoles y su silla de montar. En este caso, el roce no buscaría tanto hacer el cariño como ablandar la carne. Según otras versiones, como un trozo de carne era algo muy codiciado en las estepas asiáticas, sería la forma más segura de transportarla, bien protegida y a mano. Para otros especialistas en la materia, una loncha de carne tan estratégicamente situada vendría a aliviar al propio caballo, mitigando el escozor y el dolor provocado por el golpeo de la silla en la carne del equino.
La realidad, sin embargo, es más prosaica: el nombre viene de aderezar la carne cruda con esa famosa salsa tártara que incluye mayonesa, mostaza, alcaparras, aceitunas, cebollas, rábano y un pizco de perejil. El primero en utilizar tal combinación fue el chef francés Auguste Escoffier, famoso creador de otros platos y denominaciones como el melocotón Melba o el tournedour Rossini.
Un steak tartar como está mandado requiere como base una carne cruda de ternera picada lo más finamente posible y que esté bien macerada, sea bajo una silla de montar... o por métodos menos salvajes. Se le añade huevo, mostaza, zumo de limón, perejil, sal y pimienta y, tras dejarla reposar en frío unos minutos, se sirve con forma de hamburguesa. El comensal debe terminar de aderezarla a su gusto con ajo, alcaparras, anchoa, la famosa salsa inglesa Worcestershire y, los más aguerridos, con un toque de tabasco.
Y luego están los carpaccios, en los que la clave es cortar la carne o el pescado en las lonchas lo más finas posibles. Se sirven con limón o vinagre, aceite de oliva, sal y pimienta molida y se decora con virutas de queso, generalmente Grana Padano.
En este caso, la invención del plato se le adjudica a Giuseppe Cipriani. 1950. Harry's Bar de Venecia. Cipriano trata de agradar a una clienta habitual y sin embargo amiga: la condesa Mocenigo, a quien su médico había prescrito la ingesta de carne cruda. El cromatismo resultante del amarillo del queso laminado sobre el rojo de la carne cruda le recordó a la obra de Vittore Carpaccio, pintor veneciano del Quattrocento con pasión por los dos colores señalados. De esta manera, todo quedaba en casa.
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