Sin uvas en la copa

Un comino ·

Desde entonces he experimentado menús gastronómicos y almuerzos más cortos acompañados por bebidas caseras

benjamín lana

Sábado, 26 de octubre 2019, 00:30

Cuando parecía que los somelieres iban a protagonizar con su conocimiento de los vinos la revolución pendiente en la sala, la que salvaría el restaurante después de dos siglos de vida con algunos síntomas de agotamiento, aparece una nueva subespecie en esta selva que se acerca a los clientes con unas copas que no llevan grandes borgoñas, juras o jereces. Tipos que portan elixires de pan fermentado, hortalizas o frutas de las que nunca hubiéramos imaginado se podía extraer un bebedizo fino, a menudo sin los obligatorios registros de sanidad, bebidas que nunca hubiésemos tomado en un puesto de la calle, pero que despachamos con desparpajo garganta abajo en un sitio de confianza, tragos que en la experiencia del comensal se comportan como un plato más, otro músico de la orquesta que interpretará esa obra colectiva llamada menú y le ayudará al chef a construir eso que los modernos llaman experiencia.

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Y así, en este momento en el que la aspiración vegetal se expande todopoderosa por el mundo, arropado por los cantos más saludables o comprometidos de la ecología, te llenan la copa de fermentados o destilados de frutos casi desconocidos para un occidental, como el chontaduro de las selvas colombianas, pero también de las plantas más corrientes que crecen en nuestro jardín, como en mi última de estas experiencias en Moscú, acompañando el menú vegetal del Twins Garden, donde se servían bebidas levemente alcohólicas elaboradas con perejil, diente de león, puerro, zanahoria, tomates o chirivía, algunas de ellas con un grado de finura asombrosa.

La extensión de las técnicas de los fermentados en las cocinas de todo el mundo está dando lugar a la proliferación de este tipo de propuestas, sorprendentes por su calidad aunque no por su novedad, puesto que ya hace tiempo que se ofrecen en todos los rincones creativos del orbe. Si al mundo del vino les quedaba la exclusividad del acompañamiento líquido en los restaurantes gastronómicos, los cocineros y sus nuevos alquimistas les están quitando el sitio, al menos de modo simbólico. Hay alternativa.

He hablado de los vinos vegetales, con añadido de azúcares para poder iniciar las fermentaciones -o no depende la especie-, pero también tenemos cervezas y destilados a partir de malteados de diferentes granos y de remolachas. Vivimos la época dorada de las levaduras. Desde el pan al kimchi, los yogures, la kombucha o los vinos.

La primera vez que me enfrenté a un menú líquido sorprendente, de calidad, muy por encima de lo que sería un juego, fue en el restaurante Central de Lima del cocinero Virgilio Martínez. Allí no había alcoholes destilados, pero sí licuados, infusionados o fermentados. Bebidas a base de plantas y cortezas de árboles exóticos que permitían viajar por una selva y paladear el olor a madera, sin taninos, ni otro tipo de astringencias, de un modo nuevo y agradable en boca. Mi primera comida en Central fue singular por la diversidad de ingredientes sólidos desconocidos que se posaban en mi paladar y abrían una nueva carpeta sápida en mi cabeza, pero una parte importante de aquella experiencia fue ampliar el registro de lo que se puede considerar una bebida y esperar de una infusión de cortezas.

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Desde entonces he experimentado menús gastronómicos y almuerzos más cortos acompañados por bebidas caseras. En el restaurante Leo, de la cocinera colombiana Leonor Espinosa, he acompañado algunos menús con vinos de frutas y otras bebidas artesanales. Reina Criolla, un vino elaborado con guayaba, y otro hecho con moras, de nombre Torbellino en Castilla, elaboraciones de artesanos de diferentes lugares del país que se abren paso en la alta gastronomía. Fermentados de jumbalee (grosella estrellada), de hojas de coca del Putumayo o corozo de Mompós, esa baya roja comestible, fruto de un tipo de palma, abren un universo realmente desconocido en la boca. La distancia entre uno y otro es infinitamente mayor que entre la de cualquier varietal de vino. Y eso sin entrar a fondo en el mundo de los destilados o licores artesanales.

De ahí podemos viajar a Filipinas donde se abren camino vinos de mango o de piña, auténticos anatemas para algunos defensores de la vitis vinifera que se enemistan con cualquiera que, en sentido real o metafórico, se refiera a ellos con el nombre de vino. Más cerca de casa se pueden probar notables hallazgos en el restaurante madrileño de Rodrigo De la Calle o algunas bebidas culturalmente arrinconadas como es el caso del licor de té de roca (jasonia glutinosa), con propiedades digestivas, que elabora el cocinero Edorta Lamo para su Arrea de Santa Cruz de Campezo.

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Y así podríamos seguir otro largo trecho de camino dando detalles de esos nuevos románticos que investigan las posibilidades de las plantas o recuperan conocimientos del pasado antes de que sea demasiado tarde. Como digo siempre, no hace falta posicionarse y elegir. El año tiene tantos días que hay tiempo para todo. Para un rioja blanco elaborado con viura hace veinte años, un caiño gallego o un blanco de perejil hecho en Moscú. Salud.

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