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Tatiana Merino
Granada
Viernes, 26 de junio 2020, 01:26
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La familia Márquez, conocida como 'Los Pilongos', arrancaba la bodega más próxima a Granada capital allá por 1929. Situada en el término municipal de Monachil, José Márquez, abuelo de Rafael, iniciaba un proyecto que hoy capitanea la tercera generación.
Rafael es el mayor de cuatro hermanos. Todos están implicados activamente en el proyecto familiar, aunque es él quien más centrado está en las labores del campo. «Yo no soy bodeguero, en todo caso viticultor. A mí lo que me gusta es el campo», explica Rafael mientras nos acercamos a las cinco hectáreas de viñedo que nutren la bodega. Su solera se aprecia a simple vista: es el único que queda en tierras granadinas plantado como antaño, en vaso, no en espalderas.
Rafael es agricultor, fundador y presidente de la Asociación Gastronómica de la mancomunidad río Monachil (REGAMAN) y su pasión gira en torno al campo. «El campo enamora con el tiempo. De niño me enfurruñaban las obligaciones del terreno. Aquí no hay vacaciones, ni se entiende de fines de semana. Pero de mi abuelo y mi padre aprendí que la disciplina es necesaria y que, con esfuerzo, la recompensa es grande». Y es que, tal y como él narra, ver crecer la vid y cosechar una buena vendimia es la mayor de las recompensas.
Sus recuerdos en el viñedo vienen desde niño. Junto a sus hermanos, correteaba por los surcos y entre las parras mientras los mayores atendían las labores del campo. Hoy es él quien lleva las riendas.
En el año 1992 se hizo el traspaso oficial a la tercera generación de Márquez. Rafael reunió a sus hermanos y presentó un proyecto en el que adecentaban la bodega, creaban varios apartamentos de turismo rural y ampliaban las cuevas naturales en las que se elaboraba el vino. Con este ambicioso cambio, Rafael marcó el paso para la adaptación a los nuevos tiempos, a partir de la herencia que su padre y su abuelo tan minuciosamente habían cuidado.
Desde entonces, Rafael está centrado en dar visibilidad al alma rural de la zona: ayuda y colabora con otros muchos agricultores, se presta a compartir todo aquello que sabe y tiene y pelea incansablemente porque la vida en el campo sea compatible y sostenible con la realidad en la que vivimos.
Adentrados en su bodega, una magnífica cueva de dimensiones considerables, se descubre otro de sus aspectos más personales: su carácter sociable y generoso. Allí se cata, se come, se pasea y se vive cada secreto como si fuese propio.
Sin haber pasado por escuela vinícola o universidad agrícola alguna, la experiencia inculcada por sus antepasados ha hecho que sea un agricultor entregado, con mucha sapiencia. Destaca un árbol de caquis centenario que es la envidia de toda una comarca. Como buen agricultor, más allá de su vid y los nogales que dan toneladas de nueces, cultiva muchas otras variedades que no van destinadas a la venta, sino al consumo propio. Desde cerezas, ahora de temporada, hasta las magníficas habas.
Al preguntarle por qué le gusta el campo, su respuesta es sencilla «la paz que transmite no se puede comparar con nada». Y su amor es real: presume de cultivo mientras pasea junto al huerto, señalando que los sabores se están perdiendo, al igual que «los oficios milenarios que han creado nuestra identidad están desapareciendo: en unos años ni siquiera sabremos quiénes somos. La escasez de mano de obra en el campo es alarmante, como la falta de interés por el mismo», reflexiona Rafael, preocupado ante un futuro incierto.
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