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Fernando Pessoa, el poeta que nunca existió

90 años de la muerte del genio portugués

Fernando Pessoa, el poeta que nunca existió

«No era un hombre, sino una multitud», resume su biógrafo. Una multitud enigmática forjada en un niño que creció entre muertes terribles, sin saber dónde terminaba la realidad y empezaban los fantasmas. De ahí nacieron sus heterónimos: poetas inventados, con estilos propios, a quienes atribuyó obras que él mismo escribió. ¿Pero quién fue realmente Fernando Pessoa, considerado por muchos el mayor poeta del siglo XX?

Jueves, 18 de Diciembre 2025, 18:36h

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A los cinco años perdió a su padre y a los seis, a su hermano menor, Jorge, que murió sin cumplir un año. Meses más tarde, su madre volvió a casarse –esta vez, con el comandante João Miguel Rosa, con quien se mudaron a Sudáfrica– y le dio otros cuatro hermanos, de los cuales tres, Luis Miguel, Maria Clara y Magdalena Henriqueta, murieron también antes de los 2 años.

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Mucho más que un poeta. Fernando Pessoa (1888-1935) ocupa un lugar central en la literatura universal por la poesía de sus cuatro principales heterónimos: Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos y Bernardo Soares, cada uno con su autonomía emotiva e intelectual, su biografía y sus debates filosóficos entre ellos. Esta constelación de autores creada por Pessoa representa, además de una cumbre en la poesía del siglo XX, un hito en el pensamiento contemporáneo.

Al regresar a Lisboa, con 17 recién cumplidos, Fernando Pessoa vivió en casa de una tía, Anica, y luego en la de otra, Maria Rita, en la que también vivía su abuela Dionisia, con problemas de salud mental y que dos años más tarde también murió. En ese periodo, Pessoa se movió bastante entre esas casas de familiares y pensiones, sin un domicilio estable.

Se crio en Sudáfrica y regresó a Portugal a sus 17 años. Nunca tuvo casa, pasó su vida en pensiones y en los cafes en los que bebía aguardiente y escribía al salir de la oficina en la que trabajaba como traductor

Esta sensación de cierta irrealidad cotidiana con seres entrando y saliendo abruptamente de su vida en un entorno que continuamente también cambiaba inició, según varios estudiosos de su obra, la muy temprana tendencia de Pessoa a crear heterónimos: seres ficticios, únicamente vivos a través de la imaginación de quien los idea y recrea. Esta «tendencia orgánica y constante hacia la simulación», como la definió el propio Pessoa, tenía por fin la creación de un mundo ficticio de conocidos «que nunca existieron», precisa el primer gran biógrafo y amigo del poeta, João Gaspar Simões.

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Un enigmaFernando Pessoa creció en una familia burguesa, pasó su infancia entre Portugal y Sudáfrica, y llevó después una solitaria vida austera, sin casa estable, en modestas habitaciones que alquilaba. No mostraba ningún interés por ser conocido. Publicó muy poco en vida y apenas fue tratado de primera mano por muy pocas personas. Su consumo casi diario de aguardiente acabó con su vida tras una insuficiencia hepática en 1935, a sus 47 años.

En su infancia, Fernando Pessoa (nacido el 13 de junio de 1888 en Lisboa) habría llegado a inventar incluso más de sesenta personalidades, «juegos de imaginación», dice Simões (el primero, se cree, a sus 5 años), que, sin ser aún verdaderos heterónimos, se enviaban cartas unos a otros que habría redactado él mismo. A estos «autores imaginarios», con el paso del tiempo, se sumaron otros –se habla de hasta 136–, de los cuales seis destacan, perduran y convierten a su creador en uno de los más grandes poetas y pensadores del siglo XX: Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis, Bernardo Soares, Barón de Teive y Alexander Search. Este último era el único que escribía en inglés, lengua que Pessoa había aprendido entre 1895 y 1905 en Durban, destino al que su padrastro había sido enviado como cónsul. Allí, Pessoa realizó sus estudios y escribió sus primeros poemas. 

Un baúl lleno de gente

De regreso en Lisboa, se inscribió, a los 17 años, en el Curso Superior de Letras, del cual no tardó en alejarse, desencantado del ambiente académico. Con una parte de su magra herencia fundó la empresa Typographia Íbis, que fracasó en un año. Desde entonces, 1908, fue el resto de su vida, públicamente, un empleado de oficina, un gris traductor comercial; en privado, un polifónico escritor descomunal, el mayor poeta portugués de su tiempo, por todos desconocido. «No era un hombre, sino una multitud», apunta Richard Zenith, autor de Pessoa, una biografía, la más completa hasta hoy, publicada en 2021, y traductor al inglés de casi toda su obra.

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Su gran amor. Ofélia Queiroz, de 19 años, trabajaba como secretaria y dactilógrafa en una oficina comercial de la Baixa, en Lisboa, donde se conocieron a finales de 1919. Pessoa, de entonces 31 años, era allí traductor por horas. Ella lo adoró sin matices y soñaba con casarse. Él rechazaba la idea de un compromiso. Lo reintentaron, sin éxito, en 1929. Pessoa veía en su obra «una misión» y a ella se entregó. 

Intermitentemente y sin resonancias, el autor del célebre poema Tabaquería, su gran hit, colaboró, hasta el final de su vida, en revistas literarias que, a veces, consintieron en publicar algunos de sus textos. En abril de 1915 fundó y dirigió –con su amigo Mario de Sá-Carneiro (el otro inmenso poeta de su época)– la revista Orpheu, cuyos dos únicos números bastaron no obstante para inaugurar –sin que muchos entonces lo advirtieran– lo que hoy se conoce como el 'modernismo portugués'. Al margen de diversos artículos y ensayos en revistas y de dos o tres poemarios en inglés, el hoy consagrado autor de El libro del desasosiego solo publicó en vida un título, Mensagem, una serie de cantos a Portugal de sentido nacionalista, aparecido en 1934, un año antes de su muerte, sin la repercusión por él esperada.

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Vida intelectual. Pessoa pasaba parte de su tiempo libre en los cafés, bebiendo solo y escribiendo. Era más de cafés que de tabernas: le atraía lo intelectual burgués más que lo popular. El Café Martinho da Arcada era su predilecto. Allí y en otros cafés se relacionó con intelectuales de su tiempo; entre ellos, con uno de sus grandes amigos, Mario de Sá Carneiro, con quien fundó la revista Orpheu, de muy corta duración, pero muy revalorizada décadas después.

El resto de su obra permaneció en un hoy famoso baúl hallado tras su muerte y en el cual aún quedan muchísimos textos sin publicar. Se han contabilizado unos 27.543 papeles de escritura mecanografiada o manuscrita firmados por alguno de sus heterónimos: apuntes, poemas, prosas, correcciones, diagramas, cartas y hasta horóscopos. Lo apasionaban, sí, la astrología y el ocultismo. El material, adquirido por el Estado portugués en 1979, está a cargo de la Biblioteca Nacional de Portugal (BNP), en Lisboa, y sigue siendo hoy minuciosamente editado y estudiado por investigadores de todo el mundo.

El amor que no fue

Fernando Pessoa no tuvo hijos ni se casó. Se le conoció un único e inconstante amor, Ofélia Queiroz, doce años más joven que él y con quien tuvo una relación más platónica que real, limitada a cruces de miradas y mensajes en la oficina en la que trabajaban, breves paseos por la calle y furtivos viajes en tranvía, además de un largo centenar de cartas, en las que ella siempre se volcó por entero en la relación, que tuvo dos fases: una, de pocos meses, en 1920, cuando Ofélia, a sus 19 años, entró a trabajar a la oficina comercial en la que él, de 31, ejercía como traductor. La segunda etapa de la relación fue años más tarde, entre 1929 y 1930, breve también, por decisión de Pessoa, que, incluso deseando a Ofélia, nunca aceptó casarse.

Hablan sus heterónimos

Fernando Pessoa, además la obra creada y firmada bajo su propio nombre (su ortónimo), desarrolló otras complejas producciones literarias, atribuidas a autores (con personalidades y visiones del mundo propias) también creados por él, sus famosos heterónimos. Estos son los más destacados.

«A Pessoa le parece ridículo pedir la mano de Ofélia –explica el filósofo y traductor del poeta Santiago Kovadloff–. Ella no coincide. Las costumbres exigen blanquear la relación. Solo así una muchacha decente puede dejarse ver en la calle acompañada por un hombre. Pessoa tiene otra razón más profunda: su situación económica lo convierte en un perdedor. Está lejos de poder sostener un hogar. El padre de Ofélia lo rechazará sin duda. En abril de 1920 le escribe a Ofélia: 'Hijita: no veo claro el futuro, qué será de nosotros, dado tu modo de ceder, cada vez más, a todas las influencias de tu familia y de defender en todo una opinión contraria a la mía'. El 31 de julio de ese mismo año da un paso más: 'Cuando dices que lo que más deseas es que me case contigo, es una pena que no expliques que debo a la vez casarme con tu hermana, tu cuñado, tu sobrino y no sé cuántas clientas de tu hermana'». Tras la primera ruptura, con Ofélia desolada, pasaron nueve años hasta el reencuentro, en el que las posturas no cambiaron y Pessoa se radicalizó en su «misión» con su propia obra. La ruptura definitiva fue en 1930 y el contacto posterior, mínimo: algunas pocas cartas y telegramas. Tras la muerte de Pessoa, en 1935, Ofélia se casó en 1938 con Augusto Soares, un hombre de teatro. Enviudó en 1950 y murió en 1991.

Gran parte de su obra quedó inédita en un baúl. Todavía quedan textos sin publicar: apuntes, poemas, diagramas y hasta cartas astrales. Lo apasionaba el cultismo

Menos intermitente fue la relación del poeta con el alcohol, del que Ofélia quiso salvarlo. Pessoa, se baraja, habría comenzado a beber hacia 1909, ya instalado en Lisboa, a su regreso de Durban, debido a su profunda cohibición social. «Era extremadamente tímido y buscaba refugio en el alcohol como si buscara un escudo», afirma Simões, que ha descrito también episodios de ansiedad, depresión y angustia metafísica. «Era un alcohólico moderado en cantidad, pero constante en hábito», apunta Zenith. Bebía, ante todo, en cafés y, especialmente, en el Martinho da Arcada, acaso su lugar más emblemático, en el que bebía siempre solo (no era un bebedor social) y escribía. Su mesa sigue allí aún hoy señalada.

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El final. Uno de los últimos retratos de Fernando Pessoa, tomado pocos meses antes de su muerte. Tenía, apenas, 47 años.

Sus problemas hepáticos aparecen ya a mediados de los años veinte. Hay crisis digestivas, insomnio y ansiedad y episodios depresivos documentados. En su último año de vida se suceden la pérdida de peso, los temblores, la fatiga constante y una creciente dificultad para traducir en la oficina. Al final, el 28 de noviembre de 1935, Fernando Pessoa fue ingresado, a causa de un cólico hepático, en el hospital São Luís dos Franceses de Lisboa. Dos días más tarde falleció allí mismo. Tenía 47 años, parecía de 80. 

«Todos los días son míos»

Tiempo atrás le había hecho escribir a Caeiro: «Si después de que yo muera quieren escribir mi biografía, / nada más sencillo. / Hay solo dos fechas; la de mi nacimiento y la de mi muerte. / Entre una y otra, todos los días son míos». Así fue realmente y, aun hoy, su vida resulta un enigma. Dos de sus aforismos –«Sé plural como el universo» y «Mi cuerpo es un abismo entre yo y yo»– sintetizan la compleja perspectiva de quien no solo soñó vivir la vida de los demás, sino que aún más se puso minuciosamente en la piel de esos otros desde cuyo lugar quería sentir la vida. Nada de eso sació, sin embargo, su infinita sed de algo que no era de este mundo: «No es la vida lo que quiero, ni la muerte, sino aquella otra cosa que brilla en el fondo del ansia, como un diamante posible en una caverna a la que no se puede descender». Lo escribió su heterónimo Bernardo Soares en El libro del desasosiego.

No se casó ni tuvo hijos. Se le conoció un único amor, Ofélia. Más intensa fue la relación del poeta con el alcohol, que acabó tempranamente con su vida

En 1988, el cuerpo de Fernando Pessoa fue trasladado al Monasterio de los Jerónimos de Belém, en conmemoración del centenario de su nacimiento, confirmando el reconocimiento que no tuvo en vida. Su obra, ese oceánico baúl, expresa como pocas la creciente complejidad del individuo posindustrial cosmopolita, un individuo fragmentado y a su pesar inestable que sepulta la idea cartesiana de un sujeto fijo e inamovible. Un individuo, en suma, que –testigo ya de una gran guerra hipertécnica que ahondó su desamparo tras el naufragio de las grandes certezas– se descubre crecientemente insignificante cuanto más conoce y, a la vez, el mayor desconocido de sí mismo. «Ya no estoy en mí. Soy un fragmento mío conservado en un museo abandonado».