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jesús lens
Jueves, 31 de octubre 2019
Es posible, también, que los quesos fueran descubiertos por casualidad, como tantas veces ha ocurrido en el mundo de la gastronomía… y de la ciencia. Por ejemplo, una vieja leyenda cuenta que un mercader árabe que viajaba por el desierto guardó un poco de leche en un recipiente elaborado a partir del estómago de un cordero. El contacto de la leche con el cuajo del estómago del animal unido al calor del desierto hizo que la leche se coagulara y fermentara, obteniéndose el primer queso de la historia.
El hecho cierto es que, como tantas veces antes, los primeros testimonios fidedignos de la existencia del queso nos hayan llegado a través de las pinturas de los monumentos funerarios egipcios, actas inequívocas de todo un estilo de vida. Y de muerte. Aquellos primeros quesos debieron ser fuertes y muy salados, que con el calor era necesaria mucha sal para que no se echaran a perder.
En la mitología griega se cuenta cómo las Ninfas de Mirto enseñaron a Aristeo cómo obtener la miel de los panales de las abejas, a extraer el aceite de las aceitunas y a cuajar la leche para conseguir queso. Aristeo ha pasado a la historia como un Dios menor, sin el predicamento de otros mucho más violentos y sanguinarios. Sin embargo, su legado es bastante más fructífero, grato y perdurable que el de esos otros héroes mitológicos que se pasaban el día afilando su espada y la noche, pasando a cuchillo a sus enemigos.
Avanzando en la historia, nos encontramos con que los romanos ya hacían el queso de forma muy parecida a como se fabrica actualmente de forma artesanal. Además, extendieron la receta hasta el último rincón de su Imperio, dado que era un alimento muy adecuado para las grandes distancias: fácil de transportar y muy nutritivo, aguantaba bien el paso del tiempo. Posteriormente, al colapsar el Imperio Romano, en cada zona de Europa y del norte de África se siguió fabricando queso, aunque adaptado a las especiales geografías y particularidades de cada comarca, creándose infinidad de variedades y de especificidades diferentes.
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Los monasterios mantuvieron viva la tradición quesera en la Europa medieval. De hecho, los listados encontrados en los archivos de algunos de ellos muestran muchas de las variedades que se siguen fabricando y comercializando todavía hoy, en pleno siglo XXI.
Aunque la primera fábrica de queso nació en Suiza, allá por 1815, fue en Estados Unidos donde empezaron a surgir las grandes concentraciones lecheras y la industrialización al por mayor, incluyendo la del queso procesado y estandarizado.
Es llamativo que, sin embargo, el queso no tenga especialmente predicamento en muchos países asiáticos, como China. Ni el queso ni la leche, que un porcentaje muy alto de la población asiática carece de la lactasa necesaria para digerir los productos lácteos. Más allá de la cuestión genética, tiene que ver con los usos tradicionales, que para la cultura china tradicional, la leche es más una excrecencia que una fuente de nutrientes.
Son tantas las variedades de quesos que existen que haría falta un ordenador cuántico de última generación para orquestar una clasificación racional de los mismos. De ahí que se hable de denominaciones de origen, dependiendo de las zonas geográficas de procedencia de los quesos y de los tipos de leche que se usen en su fabricación.
En este sentido, los quesos más habituales son los fabricados con leche entera de vaca, dado que es la de mayor producción. De aquí salen referencias tan conocidas como el gouda, el emmental o el gallego queso de tetilla. Son quesos suaves, propios de áreas geográficas de hierba verde y abundancia de lluvias.
Otra forma de clasificación de los quesos viene dada por el grado de añejamiento. Así, los quesos frescos son los más sencillos, resultado de únicamente de cuajar y deshidratar la leche. Ahí están, por ejemplo, los famosos quesos de Burgos o la mozzarella.
Para darle en el gusto al mayor número de personas posibles, los quesos curados varían en intensidad, teniendo sabores más o menos fuertes, del tierno al semicurado y curado del todo. Hay quesos cremosos, hechos con mucha nata, cuya ingesta pide a gritos venir acompañada de pan, sobre todo, untados en tostadas.
Y están los más fuertes, los quesos verdes y azules, con abundante presencia de mohos. Son quesos que provocan rechazo en los menos aficionados y más aprensivos y que, sin embargo, despiertan pasiones entre los más queseros. El queso de Roquefort y el de Cabrales son buena muestra de esta variedad, de potentes propiedades oloríficas, también.
Se preguntaba Charles de Gaulle, con una buena dosis de ironía: ¿Cómo gobernar un país que tiene 300 tipos de quesos? Parafraseando al general galo, tengamos cuidado a la hora de preparar nuestras tablas de quesos, no tratemos de representar en ellas a todo el espectro quesero de nuestro entorno.
Una buena tabla no debe superar la decena de quesos. Lo ideal, de hecho, es que esté compuesta por entre 6 y 8 referencias. Hay que elegirlos variados, de forma que haya representación de los más suaves y cremosos a los más añejos, fuertes y sabrosos.
Hay que disponer quesos de los sabores más livianos a los más intensos, que son los que deben dejarnos el mejor sabor de boca. Además, deben estar representados los quesos de vaca, oveja y cabra. Para ordenarlos, lo mejor es acudir al tradicional sentido de las manecillas del reloj: el más suave, a las 12. El más fuerte, a las 11. Que sean de la mañana o de la noche, en este caso, nos da lo mismo.
Es importante cuidar el corte. Que sea fino, para poder disfrutar del mayor número de variedades sin embotarnos en exceso. Y acompañarlos de frutos secos en su presentación, con los que los quesos maridan extraordinariamente. De los mejores acompañamientos –y acompañantes– para disfrutar de una buena tabla de quesos, hablamos en otra ocasión.
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