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El tacto, el sentido ninguneado Tócame otra vez, el poder de las caricias en nuestra salud

Vivimos en una sociedad dominada por lo audiovisual. Hemos perdido espontaneidad con el tacto. Nos tocamos menos, aunque lo necesitamos. Proliferan los talleres, las sesiones de abrazoterapia, se llenan las consultas de los masajistas y hay incluso ¡terapeutas de contacto físico! Exploramos las verdades de un sentido ninguneado, pero muy poderoso.

Miércoles, 16 de Agosto 2023, 13:00h

Tiempo de lectura: 6 min

En el siglo XIII, el emperador Federico Hohenstaufen decidió averiguar qué lengua usarían los niños que nunca hubiesen oído hablar a nadie. Encomendó un grupo de recién nacidos a unas nodrizas: debían alimentarlos, pero sin hablarles ni tocarlos.

El tacto es el primer sentido en desarrollarse y el último en dejar de funcionar. La piel tiene millones de sensores

Pocos años después, todos los niños del experimento habían muerto. Es difícil aventurar qué habría revelado la autopsia de estos infelices. No sabemos qué causa de muerte habrían hallado los forenses en sus cuerpos, pero antropólogos e investigadores del comportamiento lo tienen claro: esos niños murieron de hambre. De ‘hambre de piel’. Es el concepto que, desde hace varias décadas, se viene manejando en el ámbito académico para describir nuestra necesidad de apego y de contacto físico.

No es sino biología, aseguran, puro instinto de supervivencia. Y siempre salen a relucir dos trabajos clásicos: el primero es un estudio del psiquiatra alemán René Spitz, quien tras la Segunda Guerra Mundial describió el ‘hospitalismo’, un conjunto de alteraciones físicas y psíquicas que padecían aquellos niños que, pese a estar bien atendidos, se veían privados de afecto; tras observar a un centenar de niños en orfanatos, Spitz se dio cuenta de que la ausencia de un contacto físico amoroso los conducía a un estado de aletargamiento que podía llevarlos a la muerte.

El otro trabajo recurrente es un experimento realizado en los años setenta por el psicólogo estadounidense Harry Harlow: separó a monos recién nacidos de sus madres y les ofreció, como alternativas, o una mamá mono de alambre que tenía un biberón o una mamá mono de felpa que no ofrecía alimento. Todo apuntaba a que los monitos adoptarían como figura materna a la que los proveía de sustento, pero no fue así: las crías optaron por la suavidad, el confort y el placer del tacto antes que por la comida.

Las caricias fortalecen el sistema inmune, palían el dolor e incluso mejoran los niveles de glucosa de los diabéticos

«El contacto físico no es solo un deseo intelectual o afectivo, sino una necesidad biológica», asegura la psicoanalista Mariela Michelena, autora de Un año para toda la vida (editorial Temas de Hoy), quien añade que «hay infinidad de trabajos e investigaciones que confirman la importancia del apego y las bondades terapéuticas del tocarnos».

Así es: solo en la Universidad de Miami se han hecho en los últimos años más de un centenar de estudios sobre los efectos de besos, caricias y abrazos sobre la salud. Sus conclusiones son rotundas: con estas muestras de afecto, los bebés prematuros se recuperan antes y mejor, los pacientes con dolor se ven aliviados, los niños con diabetes mejoran sus niveles de glucosa y los enfermos de cáncer ven cómo se fortalece su sistema inmune.

«Asociar la idea de tocar a una persona con curarla viene de muy antiguo. Ser acariciado es, probablemente, la forma de terapia más antigua del mundo», sugiere el psiquiatra José Miguel Gaona, autor de Endorfinas, la hormona de la felicidad (editorial La Esfera de los Libros). «Es muy probable que el fin último del masaje sea elevar los niveles de endorfinas. Por este motivo adquiere un valor inigualable contra el estrés y el dolor», añade.

Hormonas del bienestar

En la terapia no solo las endorfinas desempeñan un papel importante: los abrazos también estimulan la producción de serotonina, dopamina y oxitocina –hormonas del bienestar– y, además, reducen los niveles de noradrenalina y cortisol, las hormonas del estrés.

Y todo ello gracias al más ninguneado de nuestros sentidos, el tacto –el primero en desarrollarse y el último en dejar de funcionar–, y a su órgano estrella, la piel.

La piel no es solo una barrera que nos defiende de las agresiones ambientales; es también un órgano social que cuenta con entre seis y diez millones de receptores del tacto, que recogen información y envían impulsos nerviosos –las sensaciones– al sistema límbico, una estructura cerebral encargada de gestionar las respuestas emocionales.

Una falta de respeto

Pero las respuestas emocionales ante un contacto físico no tienen por qué ser siempre terapéuticas ni tan siquiera agradables. Porque a través del tacto podemos acariciar, consolar y reconfortar, pero también ofender, agredir, lesionar.

Depende de quién nos toque, en qué parte del cuerpo y en qué contexto. Disfrutamos el contacto de nuestra pareja, de nuestra familia y, según y cómo, de algunos de nuestros allegados. Aceptamos el apretón de manos, el beso social y las manos profesionales y asépticas del peluquero, del rehabilitador o del médico… y de no muchos más.

Salimos así de esa necesidad puramente biológica del ‘tócame’, para entrar en los condicionantes socioculturales que delimitan hasta dónde estamos dispuestos a demandar, tolerar o rechazar el contacto físico. «Más allá de la biología, hay una carga cultural importantísima –explica Mariela Michelena–. En ciertas sociedades, tocarse supone una falta de respeto porque vulnera la intimidad del otro, mientras que en otras el contacto físico no solo está permitido, sino también valorado. Venezuela no tiene nada que ver con Japón, y España está un poco a medio camino entre ambos».

Abrazoterapia

Posiblemente pensemos que aquí nos besamos y abrazamos ‘lo suficiente’. Lo normal. Pero el caso es que en los últimos años se están produciendo fenómenos impensables unas décadas atrás. Por ejemplo, el auge de la abrazoterapia. Hace 20 años, la terapeuta Kathleen Keating escribió La terapia del abrazo, un libro que dejaría su huella en los manuales de autoayuda de todo Occidente.

Desolado por la muerte de su madre, Hunter se puso un cartel que decía: "Abrazos gratis". Así nació la abrazoterapia

En España, Lia Barbery tomó su testigo y patentó la abrazoterapia como «un sistema que utiliza el abrazo, de forma literal y metafórica, como instrumento terapéutico de regulación fisicoemocional».

En sus talleres, Barbery propone dar «un marco a una actividad natural y atávica, derribando barreras construidas a lo largo de la ‘culturización’ social, barreras que han recortado la espontaneidad y el sentido lúdico de la expresión de nuestra auténtica esencia».

Ese recorte en la espontaneidad tal vez se explique por «la omnipresencia de los estímulos visuales por encima de lo táctil, de lo efímero frente a lo duradero», apunta Michelena, y está detrás de movimientos como el ya célebre Free Hugs, iniciado en 2001 por el estadounidense Jason Hunter: angustiado por la muerte de su madre, Hunter salió a la calle con un cartel que únicamente decía: «Abrazos gratis». Una chica lo envolvió entre sus brazos y así nació un movimiento que ha dado la vuelta al mundo.

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